ACERCA DE LA FILOSOFÍA

La filosofía como acontecimiento: una pedagogía de la experiencia y de la incertidumbre
Silvana Vignale





Leonilson


Publicado como: 
Vignale, S. “La filosofía como acontecimiento: una pedagogía de la experiencia y de la incertidumbre”. En: Revista de Políticas de la Filosofía Pensares y quehaceres. Asociación Iberoamericana de Filosofía y Política. Sociedad de Estudios Culturales Nuestra América. México, Ediciones Eón, 2008. Num. 6, marzo de 2008. Pp. 143-152. ISSN: 1870-4492.


Uno
El deseo en la filosofía

Hoy por hoy, si se nos pregunta por qué filosofar, siempre podremos responder haciendo una nueva pregunta: ¿por qué desear? ¿Por qué existe por doquier el movimiento de lo uno que busca lo otro? Y siempre podremos decir, a falta de respuesta mejor: filosofamos porque queremos, porque nos apetece (LYOTARD, 1989: 99).

Con esta cita concluye una de las conferencias que Lyotard dio a sus alumnos de la Propedéutica de La Sorbona en 1964. Filosofamos porque queremos. Porque hay un querer que nos atraviesa. Pero si filosofamos porque queremos, ¿cómo enseñar a querer lo que se quiere? De algún modo esta idea del querer la señala la invocada etimología de la palabra filosofía, que suele ser repetida al comienzo de los cursos inaugurales, cuando se hace difícil decir a los alumnos qué es lo que se estudiará a lo largo del año. Tal vez lo sea más cuando alguna persona que nunca se acercó a ella pregunta, con ojos grandes y circunspectos, qué es eso de filosofía, puesto que nos dedicamos a ella. La filosofía es el deseo o amor a la sabiduría.

Al comienzo de esta misma conferencia, Lyotard propone, en lugar de intentar responder (y respondernos) qué es la filosofía, algo que se hace difícil en tanto parece que se nos escapa u oculta, preguntar ¿por qué filosofar?, con lo cual colocamos el acento en la discontinuidad de la filosofía.

El cuestionamiento de por qué filosofar (el adverbio por qué lleva en sí mismo la destrucción de lo que cuestiona) pone al descubierto la posibilidad de que no haya filosofía, de que la filosofía esté ausente. La pregunta ¿por qué filosofar? será respondida al final de la conferencia, diciendo filosofamos porque queremos. Porque amamos algo. Porque deseamos algo: el saber. Por tanto, aquella amenaza de la no existencia de la filosofía quedaría reducida en cuanto hay un querer que la quiera. Simplemente filosofamos porque queremos. Claro, esto dice de una actitud frente a las cosas y una relación con el saber, propia de la indagación, del cuestionamiento, de la búsqueda. Se trata de una tensión entre quienes somos y la distancia que mantenemos con las cosas, la actitud propia del niño cuando supo interrogarse, la facultad de librarse a la pregunta, una búsqueda que es un camino que se va haciendo en el caminar. Pero ¿se puede enseñar a amar la sabiduría? ¿No es el amor o el deseo un acontecimiento que escapa a toda posibilidad de prescripción, de didáctica, de metodología?

La cuestión del deseo como acontecimiento es abordada a partir de los llamados filósofos del deseo, como Jean-François Lyotard y Gilles Deleuze, partiendo de una idea de deseo positivo, productivo, pensado como una potencia creadora y afirmativa. Esta perspectiva lleva a la filosofía francesa a una ruptura con los enfoques clásicos del deseo, propiamente con la tradición platónica y psicoanalítica. De esta manera, se opone a la concepción del deseo como aquello que surge a partir de la carencia o la privación (desear lo que no tenemos) o a partir de la prohibición de la ley (desear lo que está prohibido).

Quizás cuando hablamos de manera cotidiana sobre lo que deseamos, lo hacemos desde estas tradiciones, y la cuestión queda resuelta en “quiero esto o aquello” o “quiero lograr tal o cual objetivo”. Pero atenderemos de forma sencilla a considerar el análisis de Lyotard, tomando algunos puntos, de la ya mencionada conferencia, en los que difiere de la noción clásica y que nos parecen interesantes para pensar acerca del deseo que habita la filosofía y permite aproximarnos a aquel amor por el saber, que no se agota ni muere en el logro o la posesión. El saber no es algo que podamos poseer, ni alcanzar de un modo totalizante.

En principio, el filósofo separa la idea de deseo de la relación de sujeto-objeto. No hay un sujeto que desee lo deseado, sino un juego de fuerzas que no se da propiamente en el desear lo que no se tiene o lo que está prohibido. El análisis desde el ángulo de una concepción dualista de sujeto-objeto, en la medida en que el deseo está vinculado al objeto reprimido o a la carencia, supone la categoría de causalidad y además, proyecta al infinito el satisfacer lo deseado, poniendo así el deseo siempre “fuera”. Por tanto esta concepción conlleva la postergación al infinito de la carencia y la posibilidad del goce, o bien la sentencia de la propia muerte del deseo, en la medida en que la obtención de lo que no se tiene o de lo prohibido acabaría con el propio deseo.

Por eso en la línea del deseo como un juego de fuerzas no hay sujeto ni objeto del deseo, sino un acontecimiento, puntos de encuentros, la confluencia de fuerzas, entramados definidos por movimientos y reposos, intensidades. No se agota allí en un punto o meta a alcanzar. Se trata de una fuerza autopoiética, que está en constante devenir, produciendo lo real. Es en este sentido en que Deleuze dice que el inconciente no es un teatro, sino una fábrica (DELEUZE: 1997). No es el lugar donde se representan las cosas, sino donde se producen, se crean; y podríamos agregar, donde hay un encuentro entre lo diferente.

El encuentro es la posibilidad de que algo aparezca ante nosotros, se nos manifieste. Implica también la posibilidad de un reconocerse: verse en lo otro, buscarse en la diferencia que puede compartirse, encontrarse a sí mismo en aquello encontrado. Pero no se trata de aquel encuentro de lo que estábamos buscando, ya que esto sería simplemente ir en busca de algo que, de antemano, ya sabemos lo que es. Hablamos de la experiencia del encuentro como aquello que puede aparecer ante nosotros sin esperarlo. Que puede modificar nuestro rumbo, que puede transformarnos. Es la novedad que nos acontece y luego nos habita. Dos vías que se cruzan.

Pensemos entonces en el amor por otro. ¿Qué sucede cuando nos enamoramos? ¿Acaso se trata simplemente de querer lo que no se tiene? ¿O de quererlo porque está prohibido? Consideramos más interesante pensarlo como un conjunto de fuerzas reunidas en una singularidad que nos interpela, que nos convoca.

Detengámonos en una de aquellas cosas que nos hace enamorar de alguien: un gesto, cuando nos enamora por ejemplo, la sonrisa de alguien. ¿Es esa sonrisa lo que queremos “tener”? Una sonrisa es algo que acontece entre dos. Se trata de un gesto que comienza y termina en la mirada del otro, de quien puede sentirse atrapado, invocado, interpelado, robado por esa sonrisa. No es propiamente de alguien. No le pertenece a su dueño. Se da en un “entre” los dos. Se da en una relación de lo uno con lo otro. Se trata en definitiva del acontecimiento. Hay algo en esa sonrisa que hace convivir, todo junto, cosas que tienen que ver con nosotros.

Giorgio Agamben dice que “Especial es, de hecho, un ser –una cara, un gesto, un acontecimiento- que, sin parecerse a alguno, se parece a todos los otros” (Agamben: 2005, 76). Se trata de la reunión de un conjunto de afinidades, matices, que de algún modo nos atraviesan y hacen que cuando las reconocemos en otro algo suceda: nos interpelan, tratándose de cosas que están entre nosotros de algún modo y las encontramos en lo que no somos.

Para Lyotard lo esencial en el deseo es la estructura que combina presencia-ausencia. No en el sentido de querer lo que no tenemos (como la carencia que mencionábamos) sino en tanto el deseo es una multiplicidad de fuerzas en movimiento, que van de lo uno a lo otro. Se trata de un camino, de un gesto “extendido hacia”, de un pasar.

¿Quiénes somos después? ¿Somos los mismos? ¿Qué pasa en nosotros cuando se produce un encuentro con fuerzas, afinidades, matices, que de algún modo queremos? Lo interesante es pensar el desplazamiento que se produce: cuando el amor nos atraviesa hay un ir de un lado al otro, implica el movimiento y la transformación, implica una experiencia. El amor es posible por esa tensión que la hace irresoluble: una tensión entre quienes no somos y somos. Entre la presencia y la ausencia. Un encuentro del cual salimos transformados. Es el saber que estamos dejando morir quienes éramos al tiempo que nos encontramos con quienes vamos siendo. La subjetividad, de este modo está involucrada por completo en este deseo como potencia de producir lo real, en tanto esta potencia puede transformarla, manifestarla en el movimiento de un devenir. Por tanto, atendiendo al sujeto del deseo, se trata de aquél que va siendo, es un saberse pasando y no un sujeto que es, cuya identidad es concebida como hecho consumado.

Atendiendo a estas últimas consideraciones en relación al deseo, no entenderemos la filosofía como un deseo por el saber como quien desea una cosa, lo cual no modificaría en nada nuestra subjetividad, y mucho menos la relación que tenemos con nosotros mismos. Más bien el deseo aquí se trata de un deseo que produce, que da lugar, que configura, que forma y transforma. Que se da “entre”.

No se desea algo particular. Para hablar de ello, Deleuze se vale de un ejemplo: no se desea una mujer, sino un paisaje que está envuelto en ella (DELEUZE, 1997). Y una mujer no desea un vestido en particular, sino todo aquello que lo rodea, todo el paisaje de ese vestido en su cuerpo; se da en un contexto: es ese vestido en la mirada del otro, la sensación de esa seda en su piel, la ocasión en que será usado. Por tanto se desea un conjunto o paisaje que configurará y creará lo real.

Del mismo modo no se desea el saber como algo particular, sino un paisaje, un conjunto. Así como no es la sonrisa lo que queremos “tener”, tampoco lo es el saber: deseamos el saber porque hay un acontecimiento, un encuentro, una relación de lo uno con lo otro.

Llegados a este punto podemos ver dos relaciones con el deseo de saber: por un lado la tradición clásica, para la cual el deseo de saber se inscribiría en la perspectiva de la carencia; de la sabiduría como objeto y meta a alcanzar. Por otro lado, la filosofía del deseo francesa, para la cual el deseo de saber no es el deseo de lo particular, sino un acontecimiento. No se desea el saber en sí mismo, abstractamente, no es el deseo de sabiduría lo que nos mueve a filosofar, según Lyotard, sino el deseo mismo de desear (LYOTARD: 1989, 95). Es el deseo el que toma a la filosofía y no al revés. Lo que nos mueve a filosofar es un querer que quiere, con esto Lyotard destaca la posibilidad y la afirmación del deseo como configurador de la realidad; al decir que no es el deseo de sabiduría lo que nos mueve a filosofar sino el deseo mismo de desear, quiere acentuar que no hay un deseo de posesión totalizante del saber, a la manera de llenar el vacío de lo que no se tiene, sino una interpelación que nos llama, que nos invoca y convoca en la interrogación, en el movimiento del pensar, en aquel pasaje de lo uno a lo otro. Se trata de una relación con el saber en la cual el querer determina el tipo de relación.

Los filósofos no inventan sus problemas, no están locos, al menos en el sentido de que hablan. Quizá lo sean –pero entonces no más que cualquiera- en el sentido de que “ça vent à travers eux” (una voluntad les traspasa) están poseídos, habitados por el sí y el no. Es el movimiento del deseo el que, una vez más, mantiene unido lo separado o separado lo unido; éste es el movimiento que atraviesa la filosofía y sólo abriéndose a él se filosofa (LYOTARD: 1989, 97).

El acento está puesto en lo que acontece en el desear, ese movimiento hacia lo otro, que no es lo que nos hace falta porque no tenemos, sino simplemente, aquello que no somos pero que se extiende hacia, que se prolonga, es un gesto que mira y actúa más allá de sí. Es un camino, un paseo, una búsqueda en la que nos desplegamos.

En ese deseo por el saber, en ese querer, habría una manera de estar frente al mundo, de interrogarlo, un modo de ser con el lenguaje, que no es aquel que repite lo instituido, sino que es instituyente, en tanto vuelve sobre sí mismo a nombrar las cosas al interrogarlas. Se trata de una relación con el saber que se da en esa tensión de presencia y ausencia, entre algo que de algún modo ya se tiene en su ausencia, que busca, que implica un movimiento, una transformación, una puesta en juego de toda la subjetividad, involucrada allí en ese deseo.

Hay un pasaje de Gilles Deleuze que tal vez ilustre este movimiento:

¿Cómo hacer para escribir si no es sobre lo que no se sabe, o lo que se sabe mal? Es acerca de esto, necesariamente, que imaginamos tener algo que decir. Sólo escribimos en la extremidad de nuestro saber, en ese punto extremo que separa nuestro saber y nuestra ignorancia, y que hace pasar el uno dentro de la otra. Sólo así nos decidimos a escribir. Colmar la ignorancia es postergar la escritura para mañana, o más bien volverla imposible. Tal vez la escritura mantenga con el silencio una relación mucho más amenazante que la que se dice mantiene con la muerte (Deleuze: 2002, 18).

Hay entre la escritura y el silencio, así como entre lo que no se sabe y lo que se dice, una tensión, un juego, una relación de presencia y ausencia, que manifiesta un deseo que no termina en la saciedad, en la consecución de su fin, sino que es propiamente en esa tensión, en donde se encuentra el deseo, y en ese movimiento de uno a otro donde aparece lo nuevo, algo que no podemos prever anticipadamente.

Acostumbramos a vincular a la incertidumbre con una especie de sedentarismo o pasividad del pensamiento o de la acción, una quietud ante lo desconocido, una espera. Pero desde donde planteamos el problema, sería lo contrario. La incertidumbre sería ese lugar desde donde algo puede llamarnos a que lo pensemos, sería aquello que pone en movimiento el pensamiento.

No debemos confundir la ignorancia con la incertidumbre. La ignorancia es propiamente el no saber. La incertidumbre está relacionada también con un no saber, pero en intimidad con un camino, con un recorrido, en una relación o despliegue temporal. Se trata de aquello que se permite estar libre de prescripción. En general, sobre todo en la educación, se pretende una administración de la subjetividad y del saber, y en esa pretensión por reducir la ignorancia del que no sabe se encuentra un objetivo político: reducir también la incertidumbre de qué es lo que pueda llegar a suceder, en quién puede convertirse ese alguien, en función del sistema que se quiere perpetuar.

Dos
Filosofía y origen

En relación con la cuestión de la enseñanza de la filosofía, nos resulta interesante pensar el origen del deseo o amor de saber; cuál es el origen de la filosofía, para atender a su posible enseñanza. Foucault presenta en Nietzsche, la genealogía y la historia, dos modos de entender la procedencia de las cosas en el texto nietzscheano. Él diferencia Urshprung (origen en alemán), cuando se habla de un origen inmaculado de las cosas o fundamento último (naturalmente, para Nietzsche este uso es irónico), de Entstehung (también nacimiento, origen), el acontecimiento como punto de surgimiento (FOUCAULT: 1988, 13-42).

La diferencia en las concepciones es amplia: si pensamos el origen de la filosofía como Urshprung, supondríamos una esencia, una verdad a ser alcanzada, un algo allá afuera del que podemos ser poseedores. Así, el amor o el deseo por la sabiduría sería aquí un querer apropiarse de lo que no se tiene, una relación exterior con ese querer. Esta concepción es heredera de la tradición clásica que antes ya mencionamos.

En cambio, si pensamos su procedencia como Entstehung, estamos concediéndole algo de azaroso a nuestra relación con el saber, nos paramos desde el cuestionamiento a la relación que mantenemos con la verdad, supone no un comienzo, sino innumerables comienzos, diferentes en cada caso. Entstehung designa la emergencia, el punto de surgimiento, que se produce en un cierto estado de fuerzas, en un juego o lucha, en una tensión. Se trata de la irrupción de las fuerzas, el lugar donde convergen las afinidades. Se trata de un acontecimiento.

La filosofía así surgiría como Entstehung cuando se da esa convergencia de afinidades, esa tensión de las fuerzas, ese deseo que no es el deseo de una cosa, sino la tensión que mantenemos con ellas. Ningún sentido tiene pretender entonces una enseñanza de la filosofía como la posesión de un saber. Nada más lejos del deseo que la imposición de un determinado saber, de una determinada forma de relacionarnos con él, de un corpus cerrado de preguntas y respuestas, de un modo de interpretar.

Michel Foucault trabaja sobre esta idea de filosofía que cuestiona la relación que mantenemos con el propio pensamiento, y podemos ver que esta idea surge relacionada al deseo, a una voluntad o querer que no pueda seguir conservándose en la repetición de lo mismo:

Hay momentos en la vida en los que la cuestión de saber si se puede pensar distinto de como se piensa y percibir distinto de como se ve es indispensable para seguir contemplando o reflexionando. Quizá se me diga que estos juegos con uno mismo deben quedar entre bastidores, y que, en el mejor de los casos, forman parte de estos trabajos de preparación que se desvanecen por sí solos cuando han logrado sus efectos. Pero ¿qué es la filosofía hoy -quiero decir la actividad filosófica- si no el trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo? ¿Y si no consiste en vez de legitimar lo que ya se sabe, en emprender el saber cómo y hasta dónde sería posible pensar distinto? (FOUCAULT: 1986, 11).

Vemos en este fragmento entonces esa tensión hacia algo otro, esa búsqueda de lo otro como la transformación de la propia subjetividad, ese deseo que no se agota en una determinada meta.

Y como se trata de una filosofía cuyo origen podemos encontrarlo en el acontecimiento, puesto que ya no se trata de buscar un fundamento último suprahistórico, conlleva entonces la crítica y la situacionalidad del sujeto. La crítica, puesto que estamos pensando una filosofía anclada en la realidad, cuya función es social y permite la transformación. También Foucault, trabaja en esta línea de la filosofía como crítica a lo establecido, que posibilita la transformación, como aquel trabajo del pensamiento sobre sí mismo que permite reconocer formas particulares del pensar en las instituciones.

El pensamiento existe mucho más allá o mucho más acá de los sistemas o de las construcciones discursivas. Es algo que a menudo se oculta, pero anima todos los comportamientos cotidianos. Hay siempre un poco de pensamiento aun en las instituciones más necias; hay siempre un pensamiento aun en las prácticas silenciosas.

La crítica consiste en hacer salir este pensamiento e intentar cambiarlo: mostrar que las cosas no son tan evidentes como se cree, procurar que lo que se acepta como evidente ya no es evidente. Criticar, es hacer difíciles los gestos demasiado fáciles.

En estas condiciones, la crítica (y la crítica radical) es absolutamente indispensable para toda transformación. Pues una transformación que conservara el mismo modo de pensamiento, una transformación que no fuera más que cierta manera de ajustar mejor el mismo pensamiento a la realidad de las cosas no sería más que una transformación superficial (FOUCAULT: 1981, 30-31).

También podemos encontrar en Horkheimer esta consideración en relación a la función de la filosofía, social y pedagógica; la función de la filosofía es criticar lo establecido, no como una actitud superficial de objetar sistemáticamente ideas o situaciones aisladas, sino como desarrollo del pensamiento critico y dialéctico. Criticar lo establecido, como modo de impedir que los hombres se abandonen a aquellas ideas y formas de conducta que la sociedad en su organización actual les dicta. (HORKHEIMER: 2003, 282).

Entonces, estamos pensando la filosofía como una praxis relacionada a la existencia humana, como un quehacer que surge a partir de la indagación, como un hacer que se va haciendo, un filosofar. Se trata de la praxis de un sujeto concreto que pretende comprender la realidad para transformarla. Desde esta concepción crítica, la cuestión de la enseñanza o el modo en que la filosofía deviene en un determinado lugar, no se reduce a límites epistemológicos, sino que se encuentra presente la consideración del sujeto que produce los discursos, en su realidad histórica y específicamente determinada. En este sentido, es un saber normativo, de implicancias axiológicas, emergente del interior de la teoría de los mismos, configurador de una visión de mundo. Arturo Roig, habla de una exigencia espontánea e inevitable del hombre, una práctica que restituye a la filosofía a un “saber de vida”. Podemos leer en la introducción de Teoría y Crítica del Pensamiento Latinoamericano: “La filosofía se caracteriza por ser un tipo de pensamiento que se cuestiona a sí mismo.” Y más adelante:

En cuanto crítica, la filosofía supone además una filosofía de la filosofía. Es decir, lo crítico no se reduce a una investigación de los límites y posibilidades de la razón, con una intención exclusivamente epistemológica, es algo más que esto. Se trata de una meditación en la que no sólo interesa el conocimiento, sino también el sujeto que conoce, el filósofo en particular, en su realidad humana e histórica (ROIG: 1981, 9).

De acuerdo a estas últimas consideraciones en relación a la filosofía, y a aquello que venimos nombrando vinculado al deseo desde el comienzo de este trabajo, pensaremos ahora en torno a la posibilidad de enseñar filosofía.

Tres
La filosofía como experiencia y una pedagogía de la incertidumbre

En la cotidianeidad de nuestra vida, la experiencia es algo que desaparece, dando lugar a un cúmulo de acontecimientos dispersos, poco más o menos entretenidos, que no logran modificarnos enteramente. Tener una experiencia precisa apertura y no cierres o límites, fluidez y no vorágine, la posibilidad de lo nuevo, no la repetición.

La expropiación de la experiencia, según el filósofo italiano Giorgio Agamben, ya se encontraba en el proyecto de la ciencia moderna (AGAMBEN: 2001, 13-14). Así, la experiencia que se encuentra espontáneamente se le llama “caso”, y aquella buscada, “experimento”. Pero un experimento difiere de una experiencia, ya que esta última no puede preverse, es única, singular, no es susceptible de repetición, como sí lo es el experimento, cuyo fin es encontrar una regla general. La experiencia, entonces, como aquello que acontece sin más, se sitúa casi en los límites del lenguaje, allí donde todavía no podemos hablar, se trata de una in-fancia del pensamiento, en el sentido más literal de la palabra.

La fuerza del pensamiento se pone en movimiento a partir de la novedad que la experiencia le aporta. Recién entonces nos convertimos en un sujeto de lenguaje. Claro que no ocurre esto cuando nuestro hablar es un mero repetir, sin habernos apropiado de las palabras que hacemos nacer.

Así como la experiencia se ha extranjerizado de nuestra cotidianidad, del mismo modo lo ha hecho de diversas disciplinas, y el conocimiento parece más ligado a la repetición de lo mismo que a dar lugar a la diferencia. Por esta razón es que sugerimos pensar el vínculo entre la filosofía y la enseñanza como una experiencia.

Hemos hablado, como una alternativa a la enseñanza de la filosofía, de la interpelación, de la provocación, de la incertidumbre, de un querer como potencia, para dar lugar a que un deseo surja como acontecimiento. Estamos pensando en hacer de la filosofía una experiencia. ¿Pero a qué nos referimos con experiencia?

Entendemos la experiencia como un otro saber que nos transforma en lo que vamos siendo. Otro saber porque no es aquel saber totalizante que se pretende único. Un análisis detallado nos llevaría más tiempo, pero concentraremos la cuestión a partir de tres figuras que nos permiten pensar en la experiencia.

La primera de ellas es la figura de la incertidumbre, en tanto la experiencia se constituye a partir de un saber otro que se vincula con la alteridad, en la medida en que se trata siempre de una interpelación del exterior, de aquello imprevisto, de lo que acontece. La figura de la infancia o de la subjetividad, en tanto “lo que vamos siendo” señala una subjetividad que cada vez se reinicia, que está en constante transformación, que no es la delimitación de un adentro y un afuera, cuya figura sería la repetición de lo mismo, sino que se inscribe en la novedad del niño, que a través del lenguaje, configura un mundo. Y la figura de la transformación o del cambio, ya que cuando algo otro nos acontece, no podemos seguir siendo los mismos, no podemos seguir pensando o deseando lo mismo.

Consideramos entonces que el problema de la enseñanza de la filosofía, es el problema de cómo hacer de la filosofía una experiencia. Cómo enseñar a querer lo que se quiere. Cómo enseñar a buscar. Cómo aprender a entregarse a que algo nos pase, nos transforme, nos coloque entre el crear y el descifrar. Cómo cuestionar la relación que tenemos con las verdades. En resumidas cuentas: cómo filosofar.

Por esto, proponemos una pedagogía de la incertidumbre, que ponga en valor ese no saber desde el cual partimos todo el tiempo, que haga sonar de otro modo la palabra “saber”, quizás más cerca de aquello que puede vincularse íntimamente a nuestras vidas, quizás a propósito de una sabiduría de la vida, más que de una enciclopedia de nombres técnicos y sistemas cerrados. Una pedagogía en general, pero también una filosofía en la escuela que de lugar a la ignorancia, así como a la multiplicidad de las voces, a la pregunta más que a la respuesta. Crear las condiciones para que algo pase puede ser la tarea del profesor de filosofía. Quizás en esto resida la mayor dificultad, cómo educar sin atentar contra la novedad propia de cada quién.

Las relaciones entre profesor-alumno suelen quedar reducidas a una “normalización” de las jerarquías que acaban silenciando la palabra de quienes, en apariencia, son los que “no saben”, y naturalizando que la enseñanza debe tener por meta el éxito de que se aprenda lo que “todos deben saber”, constituyendo así prácticas negadoras de la diferencia y la novedad. Pero también la instrumentalización de las relaciones en una negación del trato humano. La racionalidad instrumental, que caracteriza al afán de conocimiento en nuestra contemporaneidad, devino exclusiva y excluyente, entre otras cosas, de cuestiones vinculadas al afecto, a la sensibilidad, a los sentidos, al propio cuerpo. El trato es el modo en que unos y otros nos encontramos, nos volcamos, nos vinculamos, sin la mediación de verdades absolutas. Lo humano es el encuentro con los otros, es la mirada y la palabra que nos ofrecemos. Somos seres en relación por la palabra y por la mirada. Por esto, pensamos que una experiencia recupera el sentido indispensable de la relación humana entre profesor-alumno.

Si consideramos la filosofía como una experiencia de pensamiento, es evidente que no es susceptible de ser enseñada. Una experiencia es única. Deleuze hace referencia al proceso de enseñanza-aprendizaje diciendo:

No aprendemos nada con aquel que nos dice 'haz como yo'. Nuestros únicos maestros son aquellos que nos dicen 'haz junto conmigo', y que, en lugar de proponernos gestos a reproducir, supieron emitir signos susceptibles de desarrollarse en lo heterogéneo (DELEUZE: 2002, 52).

De acuerdo con esto, el aprendizaje se encuentra más cerca de la creación que de la repetición, y el papel del maestro, en este caso el profesor de filosofía, es el de “pensar con”, “pensar junto a”, para que así haya un pensamiento singular, nacido de la propia experiencia, de la propia relación con la pregunta y con el saber. Una relación no desde la jerarquía entre quien sabe y quien no, sino como encuentro en la palabra y en la indagación. Esta relación pide la escucha, el involucrarnos, la intervención en el mundo del otro a través de la palabra, el pensarnos juntos a partir de un encuentro, pensarnos compartiendo un mundo que necesita ser pensado.

Por esto, y en cualquier caso, la enseñanza tiene que ser siempre una provocación, y el profesor de filosofía, un provocador, un equilibrista entre la palabra y el silencio, un interpelador de sentidos. El provocar, el interpelar son aquellos signos arrojados esperando ser transformados, son modos de suscitar el pensamiento. Por esto, si nos preguntamos cómo enseñar a querer lo que se quiere, tal vez el único modo sea en primer lugar renunciando a la espera una determinada respuesta, y luego, a través del diálogo que posibilita ese pasaje de lo uno a lo otro, que el encuentro entre lo diferente posibilite la aparición de algo nuevo, que nos cuestione, que nos invite a revisar nuestra relación con el propio pensamiento. Pensamos en aquella relación donde el encuentro de las palabras, las miradas y los silencios son modos de resistencia a la enseñanza de la mera información.

Por tanto, hablamos de una relación pedagógica preocupada por no domeñar la novedad y singularidad, cuya tarea es atender la diferencia; pero también a la manifestación del Quién eres tú, “pregunta que se le hace a todo recién llegado”, respuesta que debe poder ser respondida desde el acto primordial humano de la acción y el discurso (ARENDT: 2004, 202). El desafío es crear un espacio en que la educación nos permita construirnos como sujetos de palabra, un espacio de la pregunta que cuestiona lo que damos por obvio, aprender a decirnos por la palabra, y manifestarnos a través de ella.

No se trata entonces de la reproducción de lo idéntico, sino de aquello que pueda surgir a partir de un gesto, de lo que pueda nacer a partir de un encuentro entre dos o más; entre palabras, entre libros, entre nosotros; un encuentro a partir del cual no seamos los mismos, nos habite, nos constituya, comience a haber algo de ese encuentro en nosotros. Estamos pensando en una experiencia de filosofía como algo “que nos pase” que cuestione nuestro propio saber, nuestro modo de relacionarnos con las verdades que creemos haber alcanzado. Un modo de estar parado frente a la incertidumbre que nos presenta el ser seres en relación por la palabra y sujetos a la temporalidad de lo que vendrá. Una pedagogía de la incertidumbre que posibilite la creación del pensamiento, la propia creación de quienes vamos siendo a través de un lenguaje como experiencia. La filosofía es un ensayo. Y no nos queda otra tarea que el ensayar.


Bibliografía citada

AGAMBEN, Giorgio. Profanaciones. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2005.
AGAMBEN, Giorgio. Infancia e historia. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2001.
ARENDT, Hannah. La condición humana. Buenos Aires, Paidós, 2004.
DELEUZE, Gilles. Diferencia y repetición. Bs As., Amorrortu, 2002.
DELEUZE, Gilles. El abecedario de Gilles Deleuze. Paris, Editions Montparnasse, 1997. Dir.: Claire Parnet. Video. Transcripción del video t traducción al español en : http://caosmosis.acracia.net (letra « D » de Deseo).
FOUCAULT, Michel. Foucault, historia de la sexualidad v. 2: El uso de los placeres. México, Siglo XXI, 1986.
FOUCAULT, Michel. Nietzsche, la genealogía y la historia. Valencia, Pre-textos, 1988.
FOUCAULT, Michel. “¿Es importante pensar?”, entrevista con D. Éribon Libération, No 15, Paris, 30-31 de mayo de 1981, p. 21, trad. Silvana Ferrentino.
LYOTARD, Jean-François. ¿Por qué filosofar? Cuatro conferencias. Barcelona, Paidós, 1989.
HORKHEIMER, Max. Teoría y Crítica. Buenos Aires, Amorrortu, 2003.
ROIG, Arturo. Teoría y Crítica del Pensamiento Latinoamericano. México, Fondo de la Cultura Económica, 1981.

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