Por Silvana Vignale
“A vosotros, los audaces buscadores e indagadores, y a quienes quiera que alguna vez se haya lanzado con astutas velas a mares terribles;
Así habló Zaratustra
- a vosotros los ebrios de enigmas, que gozáis con la luz del crepúsculo, cuyas almas son atraídas con flautas a todos los abismos laberínticos;
- pues no queréis, con mano cobarde, seguir a tientas un hilo y que, allí donde podéis adivinar, odiáis el deducir …”
Hacer una presentación de Friedrich Nietzsche no es una tarea fácil: trasladó a la pluma su rebeldía a la inclinación de la tradición filosófica por crear sistemas. En este sentido es que es un pensador asistemático, y conocer su pensamiento sobre sus temas o conceptos fundamentales requiere, de algún modo, un recorrido por su vasta obra.
Pero como él mismo lo dice, no sólo se necesita la voluntad de leerlo, porque él escribe para todos y para nadie. Para comprenderlo, dice que es necesario como presupuesto fisiológico la gran salud. La gran salud que se desprende del análisis y reflexión de sus propios estados, y que tiene como punto de partida reconocer que la filosofía ha sido hasta ahora “una interpretación del cuerpo y un malentendido del cuerpo”.[1] Una salud que se alcanza luego de transitar numerosos estados, y visitado el gran dolor que la hace posible.
“Por último, y para que lo más esencial no se quede sin decir: de esos abismos, de esas graves dolencias, también de la dolencia de la grave sospecha, se vuelve renacido, con una nueva piel, más sensible a cualquier cosquilleo, más malvado, con un gusto más sutil para la alegría, con una lengua más delicada para todas las cosas buenas, con sentidos más jocundos, con una segunda inocencia más peligrosa en la alegría, se vuelve al mismo tiempo más infantil y cien veces más refinado de lo que nunca se había sido”.[2]
Que la escritura de Nietzsche es “para todos y para nadie” quiere decir que solamente un espíritu que se haya asomado a las profundidades de la existencia, que esté ebrio de enigmas y tenga el coraje de abandonar las verdades “a toda costa”, que se atreva a los “peligrosos quizá” es quien se encuentra a la altura de comprender su pensamiento. Es para todos, en cuanto camino, y para nadie, en cuanto hasta ahora nadie se ha animado a ello. “Dejemos de lado a los poetas: acaso nunca se haya hecho nada desde una sobreabundancia igual de fuerzas. (…) Antes de Zaratustra no existe ninguna sabiduría, ninguna investigación de las almas, ningún arte de hablar: lo más próximo, lo más cotidiano habla aquí de cosas inauditas”.[3]
Tal vez la mejor presentación sea la que hace de sí mismo:
“Conozco mi suerte. Alguna vez irá unido a mi nombre el recuerdo de algo gigantesco, -de una crisis como jamás la había habido en la tierra, de la más profunda colisión de conciencia, de una decisión tomada, mediante un conjuro contra todo lo que hasta ese momento se había creído, exigido, santificado. Yo no soy un hombre, soy dinamita”.[4]
Nihilismo
“Es preciso tener todavía caos dentro de ´sipara poder dar a luz una estrella danzarina”Así habló Zaratustra
Partiremos del diagnóstico que Nietzsche hace de la modernidad con la llegada del nihilismo como horizonte cultural de nuestro tiempo, dado que a partir de este diagnóstico es posible comprender cómo Nietzsche polariza la voluntad de verdad y la voluntad de vida.
Para Nietzsche, el nihilismo es un acontecimiento histórico fundamental, en cuanto expresa que “los valores tenidos como supremos pierden validez, falta la meta, falta la respuesta al por qué”.[5] Esto significa que los valores y verdades que se presentaban como fundamentos de nuestra cultura, en la modernidad pierden su fuerza normativa. Al respecto, Rubén Pardo expresa que el nihilismo tiene que ver con una “interpretación del mundo” determinada, y que Nietzsche cree que la decadencia de la interpretación moral del mundo, al no tener sanción moral alguna, después de intentar refugiarse en un más allá, termina en nihilismo.[6]
¿Cuál es esa interpretación del mundo? La interpretación metafísica, que se impuso como única interpretación del mundo, con la postulación de un “más allá” trascendente, que permite justificar nuestra existencia dolorosa, pero mediante el rechazo y desprecio por la vida corporal y concreta. Para Nietzsche, lo insoportable no es el sufrimiento en sí mismo, sino el no poder darle sentido a por qué sufrimos. En este sentido, ese “más allá” –sea el mundo inteligible platónico o una supra-vida como para el cristianismo– funcionan como “calmantes” de ese sin-sentido insoportable. El ser humano, dice Nietzsche “continúa prefiriendo siempre un puñado de «certeza» a toda una carreta de hermosas posibilidades; acaso existan fanáticos puritanos de la conciencia que prefieren echarse a morir sobre una nada segura antes que sobre un algo incierto. Pero esto es nihilismo e indicio de un alma desesperada, mortalmente cansada: y ello aunque los gestos de tal virtud puedan parecer muy valientes”.[7]
A este mismo ideal metafísico –la búsqueda de un fundamento trascendente (es decir, más allá de nuestra realidad empírica y sensible) e inmutable (osea, ahistórico, permanente)– pertenece el “optimismo” cognoscitivo de la ciencia: “la fe inquebrantable en que el pensamiento llega a los últimos abismos del ser”,[8] es decir la creencia dogmática en el conocimiento, y fundamentalmente en la verdad, como valor absoluto. ¿Cómo, la verdad es un valor?, podría preguntar irónicamente Nietzsche. Y es que lo que busca mostrar es que detrás de esa pretendida búsqueda de la verdad –lo que él denomina como “voluntad de verdad”– hay una forma de valorar, una moral –no es otra que la moral judeo-cristiana que Occidente tiene incorporada–.
“El hombre veraz, en aquel temerario y último sentido que la fe en la ciencia presupone, afirma con ello otro mundo distinto de la vida, de la naturaleza y de la historia; y en la medida en que afirma ese `otro mundo´, ¿cómo? ¿no tiene que negar, precisamente por ello, su opuesto, este mundo, nuestro mundo?... Nuestra fe en la ciencia reposa siempre sobre una fe metafísica –también nosotros, los actuales hombres del conocimiento, nosotros los ateos y antimetafísicos, también nosotros extraemos nuestro fuego de aquella hoguera encendida por una fe milenaria, por aquella fe cristiana que fue también la fe de Platón, la creencia de que Dios es la verdad, de que la verdad es divina… ¿Pero cómo es esto posible, si precisamente tal cosa se vuelve cada vez más increíble, si ya no hay nada que se revele como divino, salvo el error, la ceguera, la mentira –si Dios mismo se revela como nuestra más larga mentira?”.[9]
Para decir a continuación:
“Ambos, ciencia e ideal ascético, se apoyan, en efecto, sobre el mismo terreno –ya di a entender esto–: a saber, sobre la misma fe en la inestimabilidad, incriticabilidad de la verdad, y por esto mismo son necesariamente aliados (…). También consideradas las cosas desde este punto de vista fisiológico descansa la ciencia sobre el mismo terreno que el ideal ascético: un cierto empobrecimiento de la vida constituye, tanto en un caso como en otro, su presupuesto)”.[10]
Además, Nietzsche muestra que aquél proceso de secularización que lleva a entronar a la Razón en lugar de Dios, no es sino un desplazamiento del lugar de lo absoluto. La Razón ocupa el lugar de Dios. En cualquier caso se mantiene la creencia en un punto de vista único y unificador: el lugar de las verdades absolutas, algo que, traducido al lenguaje científico, se encuentra asociado a la pretensión de objetividad. Y es este el origen de la separación entre la verdad y la historicidad: desde Platón y hasta la Modernidad, el postulado de las leyes científicas se apoya en una verdad atemporal, ahistórica y universal. Solamente una epistemología crítica –comprometida con la historia y con el presente– da cuenta del entramado de intereses en la producción de la verdad, y cómo las ciencias y disciplinas se constituyen históricamente, y sus estudios y saberes responden también a las fuerzas en juego en un determinado campo político. Nietzsche mismo sostiene que todo el aparato del conocimiento es de abstracción y simplificación, no para el conocimiento mismo, sino para la dominación de las cosas.
Ahora bien, el triunfo de este ideal metafísico y de esta interpretación del mundo conlleva una repugnancia por el devenir, por el cambio, por el caos. Hay una profunda negación de la vida y subvaloración del mundo, en cuanto a la vida le es inherente ese devenir, la contingencia, la finitud, el error. De modo que aquella voluntad de verdad atenta directamente contra la voluntad de vida. “Las causas del nihilismo son la negación de la vida, la aversión al devenir, la huida de la finitud y del cambio; las consecuencias, el derrumbe de los fundamentos, la ausencia de valores y de metas, la caída en el sinsentido. Volcado todo en una sola expresión: «Dios ha muerto».”[11]
Ante esto, Nietzsche ofrece otra interpretación: ya no la del mundo trascendente, sino la del mundo como pluralidad de fuerzas, como voluntad de poder. Y frente a la voluntad de verdad, despliega el perspectivismo, donde la interpretación y la invención son condiciones ineludibles de la vida; de allí aquella frase conocida: “no existen hechos, sólo interpretaciones”. Para Nietzsche, conocer es interpretar, y por lo tanto, otorga el carácter de interpretativo, ficcional y provisorio al conocimiento. Siempre además comprendemos desde una perspectiva, lo que en sí mismo confronta con aquella idea de la objetividad absoluta y neutralidad valorativa.
“El sentido histórico, tal como Nietzsche lo entiende, se sabe perspectiva, y no rechaza el sistema de su propia injusticia. Mira desde un cierto ángulo, con el propósito deliberado de apreciar, de decir sí o no, de seguir todas las huellas del veneno, de encontrar el mejor antídoto. En lugar de simular un discreto anulamiento ante lo que mira, en lugar de buscar un a ley y de someter a ella cada uno de sus movimientos, es una mirada que sabe desde donde mira y lo que mira”.[12]
El perspectivismo es ficcional en cuanto no hay “una” verdad, sino la apropiación de un sentido, su creación. De ahí su carácter creador que afirma la vida.
Silvana P. Vignale
Doctora en Filosofía · Investigadora de CONICET, en el INCIHUSA CCT CONICET Mendoza · Prof. Titular en Filosofía y Antropología Filosófica y Sociocultural, Facultad de Psicología, Universidad Nacional del Aconcagua.
[1] Nietzsche, F. La gaya ciencia. Madrid, EDAF, 2001, p. 35.
[2] Nietzsche, F. Íbid., p. 38.
[3] Nietzsche, F. Ecce homo. Madrid, Alianza, 1996, p.101-102.
[4] Nietzsche, F. Íbid., p. 123.
[5] Nietzsche, F. Fragmentos Póstumos. En: El nihilismo. Barcelona, Península, 1998, pp. 115-116.
[6] Pardo, Rubén. “Nietzsche y el redescubrimiento de la historicidad”. En: Díaz, Esther (ed.) La posciencia. Buenos Aires, Biblos, 2000, p. 185.
[7] Nietzsche, Friedrich. Más allá del bien y del mal. Buenos Aires, Alianza, 1997, pp. 29-30.
[8] Pardo, Rubén. Ídem.
[9] Nietzsche, F. La genealogía de la moral. Buenos Aires, Alianza, 1998, pp. 174-175.
[10] Nietzsche, F. Íbid., p. 176.
[11] Pardo, Rubén. Íbid., 189.
[12] Foucault, Michel. Nietzsche, la genealogía, la historia. Valencia, Pre-textos, 2008, p. 54.
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