miércoles, 6 de junio de 2018

Nietzsche: cuatro conceptos introductorios

Por Silvana Vignale


Hay cuatro conceptos fundamentales alrededor de los cuales se nuclea el pensamiento de Friedrich Nietzsche: la muerte de Dios, la voluntad de poder, el superhombre y el eterno retorno de lo mismo. Estas cuatro figuras podemos encontrarlas en uno de los textos más célebres de Así habló Zaratustra: “De las tres transformaciones”. Allí encontramos las primeras de las 3 figuras: la muerte de Dios, simbolizada por el león que dice “no”, y afirma la voluntad de poder, en la medida en que se enfrenta al dragón (los viejos valores, que son presentados como una quimera) y dice “yo quiero” frente a su “tú debes”. Ahora bien, esta libertad del león, es una libertad negativa, una libertad “de”, pero no todavía una libertad “para”. Se trata de la posibilidad de liberarse “de” los viejos valores, pero no todavía de una libertad “para” crear valores nuevos. Sólo el niño, figura del superhombre en este texto, es quien encarna esa libertad positiva. El niño es quien crea: es una libertad “para” crear valores nuevos. A cuarta figura, la del eterno retorno, pueden leerla en “De la visión y del enigma”, también del Zaratustra.

Ahora bien, ¿qué es la muerte de Dios? Nietzsche no anuncia literalmente la muerte de Dios, sino que con ello busca mostrar que el ser humano no puede continuar rigiendo su voluntad mediante un fundamento trascendente, es el hundimiento de toda verdad y todo valor en sentido absoluto. La muerte de Dios se encuentra relacionada con lo que vimos en relación al nihilismo, en cuanto desvalorización y rechazo de la vida concreta, mediante la postulación de un “más allá” que justifique la propia existencia dolorosa. El nihilismo, en esta faceta negativa, es una reacción de fuga ante la vida real, concreta y sensible, debido a que la humanidad es débil y enfermiza y no soporta la existencia encarnada en el placer y el sufrimiento. El hombre se crea de esta manera refugios imaginarios, postulando otro mundo u otra vida, más allá de esta vida. Para Nietzsche este es un comportamiento nihilista porque quienes quedan presos de esta huida del placer y del dolor de esta vida, la niegan, la consideran “nada”, la rechazan, esgrimiendo que aquél otro mundo es la verdadera realidad. En este sentido, Nietzsche asimila el dualismo platónico al cristianismo, en cuanto justificación de la negación de la única y verdadera vida: nuestra existencia terrena. La muerte de Dios debe conducir a la creación de nuevos valores.



En cuanto Nietzsche rechaza toda idea de universal y absoluto, de la misma manera está contra toda idea unitaria de “yo”. En “De los despreciadores del cuerpo”, Zaratustra dice que el “despierto”, el “sapiente” es quien dice “cuerpo soy yo íntegramente, y ninguna otra cosa; y alma es sólo una palabra para designar algo en el cuerpo”. El cuerpo es una gran razón, una pluralidad dotada de un único sentido, una guerra y una paz, un rebaño y un pastor”.[1] La pequeña razón no es otra cosa que un instrumento del cuerpo. A aquél “yo” opone el sí mismo, que habita el cuerpo, que es el cuerpo. De modo que ese sí mismo se opone a la idea de un yo reducido a la conciencia, que reproduce el dualismo y el desprecio por el cuerpo. De modo semejante a Freud, Nietzsche considera que el pensamiento surge de los instintos, de una instancia inconsciente cuya profundidad y oscuridad no puede reducirse al pensar consciente. El “yo” no sería más que la unificación de las fuerzas en un momento dado, agrupación con la cual nos identificamos. Pero se trata de una ficción, dado que “nuestro cuerpo, en efecto, no es más una estructura social de muchas almas”.[2] El sí mismo nietzscheano, en oposición al “yo” cartesiano, es concebido como un sujeto múltiple, como una pluralidad de fuerzas.
“Que el hombre es una pluralidad de fuerzas que se encuentran en una jerarquía, de tal manera que hay mandatarios; pero que también el que manda tiene que crear para el que acata todo lo que éste necesita para su conservación, en la medida en que aquél se halla condicionado por la existencia de éste. Todos estos seres vivientes tienen que ser de tipo familiar, sino no podrían servirse y obedecerse unos a otros: los que sirven tienen que ser, en algún sentido, también obedientes y en casos sutiles, el papel desempeñado tiene que alternarse transitoriamente entre ellos, y el que por lo general manda ha de obedecer alguna vez . El concepto “individuo” es errado. Estos seres no existen aisladamente: lo que más pesa, aquello en lo que recae el énfasis, es algo cambiante; la constante producción de células, etc., deriva en un cambio constante del número de estos seres. Y no se logra nada con sumar. Nuestra aritmética es algo demasiado tosco para estas condiciones y constituye apenas una aritmética de lo individual.”[3]
La voluntad de poder es una constelación de lucha de fuerzas. La voluntad de poder quiere, y como querer, quiere la vida, y quiere dar libre curso a su fuerza. El mundo es entendido como voluntad de poder, un universo de fuerzas en tensión, en permanente lucha, donde cada una trata de imponerse, de afirmarse, de dominar. Pero es también un universo de potencialidades, un reservorio de virtualidades que tratan de expresarse o actualizarse.
"¿Y sabéis también qué es para mí "el mundo"? ¿He de mostrároslo en mi espejo? Este mundo: una enormidad de fuerza, sin comienzo, sin fin; una cantidad fija, férrea de fuerza, que no se hace mayor ni menor, que no se consume sino que sólo se transforma, (...) como fuerza, está presente en todas partes, como juego de fuerzas y olas de fuerza, siendo al mismo tiempo uno y «muchos», acumulándose aquí y disminuyéndose allí, un mar de fuerzas borrascosas anegándose en sí mismas, transformándose eternamente (…) bendiciéndose a sí mismo como aquello que ha de regresar eternamente, como un devenir que no conoce ni saciedad ni hastío ni cansancio -: este mi mundo dionisiaco del crearse-a-sí-mismo-eternamente, del destruirse-eternamente-a-sí-mismo, este mundo-misterio de los deleites dobles, este mi más allá del bien y del mal, sin meta, a menos que se encuentre en la dicha del círculo, sin voluntad, a menos que un anillo tenga una buena voluntad para consigo mismo.- ¿Queréis un nombre para este mundo? ¿Una solución para todos los enigmas? ¿Una luz también para vosotros, los más ocultos, los más fuertes, los más impasibles, los más de medianoche? ¡Este mundo es la voluntad de poder -y nada más! ¡Y también vosotros mismos sois esa voluntad de poder -y nada más!”.[4]
Esta idea de voluntad de poder se encuentra contra la idea de “voluntad libre”, aquella que cree que “soy yo quien quiero esto”. Aquello que quiero, aquello que pienso no es sino fruto del predominio de unas fuerzas sobre otras. En Más allá del bien y del mal expresa que todo acto de la voluntad, “toda volición consiste sencillamente en mandar y obedecer, sobre la base, como hemos dicho, de una estructura social de muchas “almas”.[5]

La concepción del sujeto como una “estructura social de muchas almas” responde a la idea de que el sujeto es una pluralidad de fuerzas, en constante tensión, en la que unas mandan y otras obedecen, alternando ese dominio de unas sobre otras. El concepto de individuo no puede nombrar esta pluralidad. Por eso, el superhombre es quien es capaz de pensar y vivir el movimiento incesante y múltiple de la voluntad de poder.



Como lo señala Andrés Sánchez Pascual, traductor al español de la obra de Nietzsche, cada parte del Zaratustra habla de uno de los conceptos fundamentales que aquí nombramos. El superhombre es uno de los anuncios que Zaratustra hace a todos (mientras la voluntad de poder y la muerte de dios son anunciadas a unos pocos discípulos y amigos, y la idea del eterno retorno es sólo para sí).[6] Así, Zaratustra le dice al pueblo reunido en el mercado:
“El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, -una cuerda sobre un abismo.
Un peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar, un peligroso mirar atrás, un peligroso estremecerse y pararse.
La grandeza del hombre está en ser un puente y no una meta: lo que en el hombre se puede amar es que es un tránsito y un ocaso”.[7]
Decíamos que sólo el superhombre es capaz de entregarse a la multiplicidad y al movimiento incesante de la voluntad de poder. De pensar y de vivir como un creador y un artista de sí mismo. Y es el hombre lo suficientemente fuerte para aceptar la terrible verdad del eterno retorno.
Nietzsche formula esta idea del “eterno retorno”, imaginando lo siguiente:
“Qué sucedería si un día, o una noche, un genio te fuese siguiendo hasta adentrarse subrepticiamente en tu más solitaria soledad y te dijese: «Esta vida, tal y como tú ahora la vives y la has vivido, tendrás que vivirla una vez más e incontables veces más; y no habrá en ella nada nuevo, sino que todo dolor y todo placer, y todo pensamiento y suspiro, y todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida tiene que volver a ti, y todo en el mismo orden y secuencia, e igualmente esta araña y esta luz de luna entre los árboles, e igualmente este instante y yo mismo. Al eterno reloj de arena de la existencia se le dará la vuelta una vez y otra, ¡y a ti con él polvillo del polvo!». ¿No te arrojarías al suelo, y harías rechinar tus dientes y maldecirías al genio que hablase así? ¿O acaso has experimentado alguna vez un instante enorme en el que respondieses: «¡eres un dios y nunca he oído nada más divino?». Si aquél pensamiento cobrase poder sobre ti, transformaría al que ahora eres y quizá te despedazaría; la pregunta «¿quieres esto una vez más, e incontables veces más?», referida a todo y a todos, ¡gravitaría sobre tu actuar con el peso más abrumador! Pues ¿cómo podrías llegar a ver la vida, y a ti mismo, con tan buenos ojos que no deseases otra cosa que esa confirmación y ese sello últimos y eternos?”[8]

Para Nietzsche, la idea del eterno retorno es la más difícil y la más terrible. La idea de que el tiempo es infinito, precipita a pensar que todo –las constelaciones de fuerzas y formas, todas las configuraciones espacio-temporales, todas las alegrías y todos los sufrimientos- volverán y volverán una cantidad infinita de veces, eternamente. Pero nos equivocamos si pensamos que eterno retorno es el retorno de lo mismo, en cuanto siempre en el retorno se produce una diferencia. Por eso Nietzsche no otorga tanto peso a la doctrina física del eterno retorno, como a su doctrina ética. “¿Quieres esto aun una vez más y un número infinito de veces?”. Se trata de la posibilidad de prescribirnos una regla a nuestra propia voluntad, que se sintetiza en el siguiente precepto: “lo que quieres, quiérelo de tal manera, que quieras con ello también su eterno retorno”.

La máxima del eterno retorno invita a que pensemos cada momento y cada acto a la luz de nuestro más alto querer. ¿Queremos esta vida de tal modo que queremos que retorne eternamente? Si no es así, estamos viviendo de manera mediocre, de manera conformista, estamos haciendo las cosas a medias. Es un querer-a-medias, que sólo nos conduce a pequeños placeres y pequeños dolores, que reduce la superficie de nuestras pasiones y la intensidad de la vida. Una tontería, una bajeza, una cobardía, una maldad ¿querrían su eterno retorno? El eterno retorno hace del querer una creación, en la medida en que la voluntad de poder quiere que lo que quiere retorne eternamente. Y si logramos pensarlo así, y queremos nuestra vida de tal manera que queremos también que ella retorne eternamente, pues ya no somos los mismos que éramos.

Un concepto, que permite comprender la afirmación del instante y de la voluntad que quiere las cosas de tal modo como para que retornen eternamente, es el de amor fati. Podemos servirnos de la interpretación de Gilles Deleuze respecto de algo que aparece como imagen en el pensamiento nietzscheano, en el Zaratustra: el lanzamiento de dados.

El juego de dados tiene dos momentos: el momento en que se lanzan, y el momento en que caen. Como lo señala Deleuze, cada uno de estos momentos afirman el devenir, y el ser del devenir. “Los dados lanzados una vez son la afirmación del azar, la combinación que afirman al caer es la afirmación de la necesidad. La necesidad se afirma en el azar, en el sentido exacto en que el ser se afirma en el devenir y lo uno en lo múltiple”.[9] Nietzsche identifica el azar a la multiplicidad, el caos, el devenir, los fragmentos, y lo afirma. Lo afirma conociendo que es el azar quien produce la necesidad, en el sentido de la fatalidad.

La fatalidad no es sino la combinación del azar: habiendo casi infinitas posibilidades, el número de los dados al caer es fatal y necesario. De allí que Deleuze sostenga que sólo el mal jugador confía en varias tiradas, disponiendo de la probabilidad para conseguir la combinación deseada, pero es entonces un mal jugador: un jugador que no afirma el azar, que busca, podríamos decir, certezas en lugar de incertidumbre, seguridad, en lugar de la novedad. Es síntoma de una moral del resentimiento, de venganza y la mala conciencia de afirmar y creer en las finalidades, en lugar de lo azaroso. A este mal jugador Nietzsche opone “la combinación fatal, fatal y amada, el amor fati; no el retorno de una combinación por el número de tiradas, sino la repetición de la tirada por la naturaleza del número fatalmente obtenido”.[10] Por eso el eterno retorno es el segundo momento del juego de dados, cuando los dados caen y afirman la necesidad: es la repetición de la afirmación del azar.
(Quienes tengan presente La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, recordarán que además de abrir la novela con una reflexión sobre el eterno retorno, aparece también esa afirmación de la necesidad en el azar, con la famosa estrofa de Beethoven: Es muss sein! –Tiene que ser!)

Silvana P. Vignale
Doctora en Filosofía · Investigadora de CONICET, en el INCIHUSA CCT CONICET Mendoza · Prof. Titular en Filosofía y Antropología Filosófica y Sociocultural, Facultad de Psicología, Universidad Nacional del Aconcagua.
 
[1] Nietzsche, F. Así habló Zaratustra. Buenos Aires, Alianza, 1998, p. 64.
[2] Nietzsche, F. Más allá del bien y del mal. Buenos Aires, Alianza, 1997, p. 41.
[3] Nietzsche, F. Fragmentos póstumos. Bogotá, Norma, 1997, pp. 129-130.
[4] Nietzsche, F. Íbid., pp. 138-139.
[5] Nietzsche, F. Más allá del bien y del mal. Buenos Aires, Alianza, 1997, p. 41.
[6] Cfr. Introducción de Andrés Sánchez Pascual. En: Nietzsche, F. Así habló Zaratustra. Buenos Aires, Alianza, 1998, p. 20.
[7] Nietzsche, F. Así habló Zaratustra. Buenos Aires, Alianza, 1998, p. 38.
[8] Nietzsche, F. La gaya ciencia. Madrid, EDAF, 2001, pp. 287-288
[9] Deleuze, Gilles. Nietzsche y la filosofía. Barcelona, Anagrama, 2008, p. 41.
[10] Deleuze, Gilles. Íbid., p. 43.

Nihilismo y voluntad de verdad



Por Silvana Vignale 

“A vosotros, los audaces buscadores e indagadores, y a quienes quiera que alguna vez se haya lanzado con astutas velas a mares terribles;
  • a vosotros los ebrios de enigmas, que gozáis con la luz del crepúsculo, cuyas almas son atraídas con flautas a todos los abismos laberínticos;
  • pues no queréis, con mano cobarde, seguir a tientas un hilo y que, allí donde podéis adivinar, odiáis el deducir …”
Así habló Zaratustra
Hacer una presentación de Friedrich Nietzsche no es una tarea fácil: trasladó a la pluma su rebeldía a la inclinación de la tradición filosófica por crear sistemas. En este sentido es que es un pensador asistemático, y conocer su pensamiento sobre sus temas o conceptos fundamentales requiere, de algún modo, un recorrido por su vasta obra.

Pero como él mismo lo dice, no sólo se necesita la voluntad de leerlo, porque él escribe para todos y para nadie. Para comprenderlo, dice que es necesario como presupuesto fisiológico la gran salud. La gran salud que se desprende del análisis y reflexión de sus propios estados, y que tiene como punto de partida reconocer que la filosofía ha sido hasta ahora “una interpretación del cuerpo y un malentendido del cuerpo”.[1] Una salud que se alcanza luego de transitar numerosos estados, y visitado el gran dolor que la hace posible.
“Por último, y para que lo más esencial no se quede sin decir: de esos abismos, de esas graves dolencias, también de la dolencia de la grave sospecha, se vuelve renacido, con una nueva piel, más sensible a cualquier cosquilleo, más malvado, con un gusto más sutil para la alegría, con una lengua más delicada para todas las cosas buenas, con sentidos más jocundos, con una segunda inocencia más peligrosa en la alegría, se vuelve al mismo tiempo más infantil y cien veces más refinado de lo que nunca se había sido”.[2]
Que la escritura de Nietzsche es “para todos y para nadie” quiere decir que solamente un espíritu que se haya asomado a las profundidades de la existencia, que esté ebrio de enigmas y tenga el coraje de abandonar las verdades “a toda costa”, que se atreva a los “peligrosos quizá” es quien se encuentra a la altura de comprender su pensamiento. Es para todos, en cuanto camino, y para nadie, en cuanto hasta ahora nadie se ha animado a ello. “Dejemos de lado a los poetas: acaso nunca se haya hecho nada desde una sobreabundancia igual de fuerzas. (…) Antes de Zaratustra no existe ninguna sabiduría, ninguna investigación de las almas, ningún arte de hablar: lo más próximo, lo más cotidiano habla aquí de cosas inauditas”.[3]

Tal vez la mejor presentación sea la que hace de sí mismo:
“Conozco mi suerte. Alguna vez irá unido a mi nombre el recuerdo de algo gigantesco, -de una crisis como jamás la había habido en la tierra, de la más profunda colisión de conciencia, de una decisión tomada, mediante un conjuro contra todo lo que hasta ese momento se había creído, exigido, santificado. Yo no soy un hombre, soy dinamita”.[4]
Nihilismo
“Es preciso tener todavía caos dentro de ´si
para poder dar a luz una estrella danzarina”
Así habló Zaratustra
Partiremos del diagnóstico que Nietzsche hace de la modernidad con la llegada del nihilismo como horizonte cultural de nuestro tiempo, dado que a partir de este diagnóstico es posible comprender cómo Nietzsche polariza la voluntad de verdad y la voluntad de vida.

Para Nietzsche, el nihilismo es un acontecimiento histórico fundamental, en cuanto expresa que “los valores tenidos como supremos pierden validez, falta la meta, falta la respuesta al por qué”.[5] Esto significa que los valores y verdades que se presentaban como fundamentos de nuestra cultura, en la modernidad pierden su fuerza normativa. Al respecto, Rubén Pardo expresa que el nihilismo tiene que ver con una “interpretación del mundo” determinada, y que Nietzsche cree que la decadencia de la interpretación moral del mundo, al no tener sanción moral alguna, después de intentar refugiarse en un más allá, termina en nihilismo.[6]


¿Cuál es esa interpretación del mundo? La interpretación metafísica, que se impuso como única interpretación del mundo, con la postulación de un “más allá” trascendente, que permite justificar nuestra existencia dolorosa, pero mediante el rechazo y desprecio por la vida corporal y concreta. Para Nietzsche, lo insoportable no es el sufrimiento en sí mismo, sino el no poder darle sentido a por qué sufrimos. En este sentido, ese “más allá” –sea el mundo inteligible platónico o una supra-vida como para el cristianismo– funcionan como “calmantes” de ese sin-sentido insoportable. El ser humano, dice Nietzsche “continúa prefiriendo siempre un puñado de «certeza» a toda una carreta de hermosas posibilidades; acaso existan fanáticos puritanos de la conciencia que prefieren echarse a morir sobre una nada segura antes que sobre un algo incierto. Pero esto es nihilismo e indicio de un alma desesperada, mortalmente cansada: y ello aunque los gestos de tal virtud puedan parecer muy valientes”.[7]

A este mismo ideal metafísico –la búsqueda de un fundamento trascendente (es decir, más allá de nuestra realidad empírica y sensible) e inmutable (osea, ahistórico, permanente)– pertenece el “optimismo” cognoscitivo de la ciencia: “la fe inquebrantable en que el pensamiento llega a los últimos abismos del ser”,[8] es decir la creencia dogmática en el conocimiento, y fundamentalmente en la verdad, como valor absoluto. ¿Cómo, la verdad es un valor?, podría preguntar irónicamente Nietzsche. Y es que lo que busca mostrar es que detrás de esa pretendida búsqueda de la verdad –lo que él denomina como “voluntad de verdad”– hay una forma de valorar, una moral –no es otra que la moral judeo-cristiana que Occidente tiene incorporada–.
“El hombre veraz, en aquel temerario y último sentido que la fe en la ciencia presupone, afirma con ello otro mundo distinto de la vida, de la naturaleza y de la historia; y en la medida en que afirma ese `otro mundo´, ¿cómo? ¿no tiene que negar, precisamente por ello, su opuesto, este mundo, nuestro mundo?... Nuestra fe en la ciencia reposa siempre sobre una fe metafísica –también nosotros, los actuales hombres del conocimiento, nosotros los ateos y antimetafísicos, también nosotros extraemos nuestro fuego de aquella hoguera encendida por una fe milenaria, por aquella fe cristiana que fue también la fe de Platón, la creencia de que Dios es la verdad, de que la verdad es divina… ¿Pero cómo es esto posible, si precisamente tal cosa se vuelve cada vez más increíble, si ya no hay nada que se revele como divino, salvo el error, la ceguera, la mentira –si Dios mismo se revela como nuestra más larga mentira?”.[9]
Para decir a continuación:
“Ambos, ciencia e ideal ascético, se apoyan, en efecto, sobre el mismo terreno –ya di a entender esto–: a saber, sobre la misma fe en la inestimabilidad, incriticabilidad de la verdad, y por esto mismo son necesariamente aliados (…). También consideradas las cosas desde este punto de vista fisiológico descansa la ciencia sobre el mismo terreno que el ideal ascético: un cierto empobrecimiento de la vida constituye, tanto en un caso como en otro, su presupuesto)”.[10]
Además, Nietzsche muestra que aquél proceso de secularización que lleva a entronar a la Razón en lugar de Dios, no es sino un desplazamiento del lugar de lo absoluto. La Razón ocupa el lugar de Dios. En cualquier caso se mantiene la creencia en un punto de vista único y unificador: el lugar de las verdades absolutas, algo que, traducido al lenguaje científico, se encuentra asociado a la pretensión de objetividad. Y es este el origen de la separación entre la verdad y la historicidad: desde Platón y hasta la Modernidad, el postulado de las leyes científicas se apoya en una verdad atemporal, ahistórica y universal. Solamente una epistemología crítica –comprometida con la historia y con el presente– da cuenta del entramado de intereses en la producción de la verdad, y cómo las ciencias y disciplinas se constituyen históricamente, y sus estudios y saberes responden también a las fuerzas en juego en un determinado campo político. Nietzsche mismo sostiene que todo el aparato del conocimiento es de abstracción y simplificación, no para el conocimiento mismo, sino para la dominación de las cosas.


Ahora bien, el triunfo de este ideal metafísico y de esta interpretación del mundo conlleva una repugnancia por el devenir, por el cambio, por el caos. Hay una profunda negación de la vida y subvaloración del mundo, en cuanto a la vida le es inherente ese devenir, la contingencia, la finitud, el error. De modo que aquella voluntad de verdad atenta directamente contra la voluntad de vida. “Las causas del nihilismo son la negación de la vida, la aversión al devenir, la huida de la finitud y del cambio; las consecuencias, el derrumbe de los fundamentos, la ausencia de valores y de metas, la caída en el sinsentido. Volcado todo en una sola expresión: «Dios ha muerto».”[11]

Ante esto, Nietzsche ofrece otra interpretación: ya no la del mundo trascendente, sino la del mundo como pluralidad de fuerzas, como voluntad de poder. Y frente a la voluntad de verdad, despliega el perspectivismo, donde la interpretación y la invención son condiciones ineludibles de la vida; de allí aquella frase conocida: “no existen hechos, sólo interpretaciones”. Para Nietzsche, conocer es interpretar, y por lo tanto, otorga el carácter de interpretativo, ficcional y provisorio al conocimiento. Siempre además comprendemos desde una perspectiva, lo que en sí mismo confronta con aquella idea de la objetividad absoluta y neutralidad valorativa.
“El sentido histórico, tal como Nietzsche lo entiende, se sabe perspectiva, y no rechaza el sistema de su propia injusticia. Mira desde un cierto ángulo, con el propósito deliberado de apreciar, de decir sí o no, de seguir todas las huellas del veneno, de encontrar el mejor antídoto. En lugar de simular un discreto anulamiento ante lo que mira, en lugar de buscar un a ley y de someter a ella cada uno de sus movimientos, es una mirada que sabe desde donde mira y lo que mira”.[12]
El perspectivismo es ficcional en cuanto no hay “una” verdad, sino la apropiación de un sentido, su creación. De ahí su carácter creador que afirma la vida.
Silvana P. Vignale
Doctora en Filosofía · Investigadora de CONICET, en el INCIHUSA CCT CONICET Mendoza · Prof. Titular en Filosofía y Antropología Filosófica y Sociocultural, Facultad de Psicología, Universidad Nacional del Aconcagua.
 
[1] Nietzsche, F. La gaya ciencia. Madrid, EDAF, 2001, p. 35.
[2] Nietzsche, F. Íbid., p. 38.
[3] Nietzsche, F. Ecce homo. Madrid, Alianza, 1996, p.101-102.
[4] Nietzsche, F. Íbid., p. 123.
[5] Nietzsche, F. Fragmentos Póstumos. En: El nihilismo. Barcelona, Península, 1998, pp. 115-116.
[6] Pardo, Rubén. “Nietzsche y el redescubrimiento de la historicidad”. En: Díaz, Esther (ed.) La posciencia. Buenos Aires, Biblos, 2000, p. 185.
[7] Nietzsche, Friedrich. Más allá del bien y del mal. Buenos Aires, Alianza, 1997, pp. 29-30.
[8] Pardo, Rubén. Ídem.
[9] Nietzsche, F. La genealogía de la moral. Buenos Aires, Alianza, 1998, pp. 174-175.
[10] Nietzsche, F. Íbid., p. 176.
[11] Pardo, Rubén. Íbid., 189.
[12] Foucault, Michel. Nietzsche, la genealogía, la historia. Valencia, Pre-textos, 2008, p. 54.

Nietzsche y "yo"

Les presentamos un texto de Nietzsche(1844-1900) en el cual pueden ver su “sospecha” sobre la idea del yo, y algunas nociones muy semejantes a las de Freud en relación al “inconciente” y al “ello”.
“Sigue habiendo cándidos observadores de sí mismos que creen que existen “certezas inmediatas”, por ejemplo “yo pienso”, o, y ésta fue la superstición de Schopenhauer, “yo quiero”: como si aquí, por así decirlo, el conocer lograse captar su objeto de manera pura y desnuda, en cuanto “cosa en sí”, y ni por parte del sujeto ni por parte del objeto tuviese lugar ningún falseamiento. Pero que “certeza inmediata”, así como “conocimiento absoluto” y “cosa en sí” encierran una contradictio in adjecto, eso lo repetiré yo cien veces: ¡deberíamos liberarnos por fin de la seducción de las palabras! Aunque el pueblo crea que conocer es un conocer-hasta-el-final, el filósofo tiene que decirse: “cuando yo analizo el proceso expresado en la proposición ‘yo pienso’ obtengo una serie de aseveraciones temerarias cuya fundamentación resulta difícil, y tal vez imposible, – por ejemplo que yo soy quien piensa, que tiene que existir en absoluto algo que piensa, que pensar es una actividad y el efecto de un ser que es pensado como causa, que existe un ‘yo’ y, finalmente, que está establecido qué es lo que hay que designar con la palabra pensar, – que yo sé qué es pensar. Pues si yo no hubiera tomado ya dentro de mí una decisión sobre esto, ¿de acuerdo con qué apreciaría yo que lo que acaba de ocurrir no es tal vez ‘querer’ o ‘sentir’? En suma ese ‘yo pienso’ presupone que yo compare mi estado actual con otros estados que yo conozco ya en mí, para de ese modo establecer, lo que tal estado es: en razón de ese recurso a un ‘saber’ diferente tal estado no tiene para mí en todo caso una ‘certeza’ inmediata”. – En lugar de aquella “certeza inmediata” en la que, dado el caso, puede creer el pueblo, el filósofo encuentra así entre sus manos una serie de cuestiones de metafísica, auténticas cuestiones de conciencia del intelecto, que dicen así: “¿De donde saco yo el concepto pensar? ¿Por qué creo en la causa y en el efecto? ¿Qué me da a mí derecho a hablar de un yo causa de mis pensamientos?” El que, invocando una especie de intuición del conocimiento, se atreve a responder enseguida a esas cuestiones metafísicas, como hace quien dice: “yo pienso, y yo sé que al menos esto es verdadero, real cierto” – ése encontrará preparados hoy en un filósofo una sonrisa y dos signos de interrogación. “Señor mío, le dará tal vez a entender el filósofo, es inverosímil que usted no se equivoque: más ¿por qué también la verdad a toda costa?”” (Nietzsche, Más allá del bien y del mal).