Por Silvana Vignale
Hay cuatro conceptos fundamentales alrededor de los cuales se nuclea el pensamiento de Friedrich Nietzsche: la muerte de Dios, la voluntad de poder, el superhombre y el eterno retorno de lo mismo. Estas cuatro figuras podemos encontrarlas en uno de los textos más célebres de Así habló Zaratustra: “De las tres transformaciones”. Allí encontramos las primeras de las 3 figuras: la muerte de Dios, simbolizada por el león que dice “no”, y afirma la voluntad de poder, en la medida en que se enfrenta al dragón (los viejos valores, que son presentados como una quimera) y dice “yo quiero” frente a su “tú debes”. Ahora bien, esta libertad del león, es una libertad negativa, una libertad “de”, pero no todavía una libertad “para”. Se trata de la posibilidad de liberarse “de” los viejos valores, pero no todavía de una libertad “para” crear valores nuevos. Sólo el niño, figura del superhombre en este texto, es quien encarna esa libertad positiva. El niño es quien crea: es una libertad “para” crear valores nuevos. A cuarta figura, la del eterno retorno, pueden leerla en “De la visión y del enigma”, también del Zaratustra.
Ahora bien, ¿qué es la muerte de Dios? Nietzsche no anuncia literalmente la muerte de Dios, sino que con ello busca mostrar que el ser humano no puede continuar rigiendo su voluntad mediante un fundamento trascendente, es el hundimiento de toda verdad y todo valor en sentido absoluto. La muerte de Dios se encuentra relacionada con lo que vimos en relación al nihilismo, en cuanto desvalorización y rechazo de la vida concreta, mediante la postulación de un “más allá” que justifique la propia existencia dolorosa. El nihilismo, en esta faceta negativa, es una reacción de fuga ante la vida real, concreta y sensible, debido a que la humanidad es débil y enfermiza y no soporta la existencia encarnada en el placer y el sufrimiento. El hombre se crea de esta manera refugios imaginarios, postulando otro mundo u otra vida, más allá de esta vida. Para Nietzsche este es un comportamiento nihilista porque quienes quedan presos de esta huida del placer y del dolor de esta vida, la niegan, la consideran “nada”, la rechazan, esgrimiendo que aquél otro mundo es la verdadera realidad. En este sentido, Nietzsche asimila el dualismo platónico al cristianismo, en cuanto justificación de la negación de la única y verdadera vida: nuestra existencia terrena. La muerte de Dios debe conducir a la creación de nuevos valores.
En cuanto Nietzsche rechaza toda idea de universal y absoluto, de la misma manera está contra toda idea unitaria de “yo”. En “De los despreciadores del cuerpo”, Zaratustra dice que el “despierto”, el “sapiente” es quien dice “cuerpo soy yo íntegramente, y ninguna otra cosa; y alma es sólo una palabra para designar algo en el cuerpo”. El cuerpo es una gran razón, una pluralidad dotada de un único sentido, una guerra y una paz, un rebaño y un pastor”.[1] La pequeña razón no es otra cosa que un instrumento del cuerpo. A aquél “yo” opone el sí mismo, que habita el cuerpo, que es el cuerpo. De modo que ese sí mismo se opone a la idea de un yo reducido a la conciencia, que reproduce el dualismo y el desprecio por el cuerpo. De modo semejante a Freud, Nietzsche considera que el pensamiento surge de los instintos, de una instancia inconsciente cuya profundidad y oscuridad no puede reducirse al pensar consciente. El “yo” no sería más que la unificación de las fuerzas en un momento dado, agrupación con la cual nos identificamos. Pero se trata de una ficción, dado que “nuestro cuerpo, en efecto, no es más una estructura social de muchas almas”.[2] El sí mismo nietzscheano, en oposición al “yo” cartesiano, es concebido como un sujeto múltiple, como una pluralidad de fuerzas.
“Que el hombre es una pluralidad de fuerzas que se encuentran en una jerarquía, de tal manera que hay mandatarios; pero que también el que manda tiene que crear para el que acata todo lo que éste necesita para su conservación, en la medida en que aquél se halla condicionado por la existencia de éste. Todos estos seres vivientes tienen que ser de tipo familiar, sino no podrían servirse y obedecerse unos a otros: los que sirven tienen que ser, en algún sentido, también obedientes y en casos sutiles, el papel desempeñado tiene que alternarse transitoriamente entre ellos, y el que por lo general manda ha de obedecer alguna vez . El concepto “individuo” es errado. Estos seres no existen aisladamente: lo que más pesa, aquello en lo que recae el énfasis, es algo cambiante; la constante producción de células, etc., deriva en un cambio constante del número de estos seres. Y no se logra nada con sumar. Nuestra aritmética es algo demasiado tosco para estas condiciones y constituye apenas una aritmética de lo individual.”[3]
La voluntad de poder es una constelación de lucha de fuerzas. La voluntad de poder quiere, y como querer, quiere la vida, y quiere dar libre curso a su fuerza. El mundo es entendido como voluntad de poder, un universo de fuerzas en tensión, en permanente lucha, donde cada una trata de imponerse, de afirmarse, de dominar. Pero es también un universo de potencialidades, un reservorio de virtualidades que tratan de expresarse o actualizarse.
"¿Y sabéis también qué es para mí "el mundo"? ¿He de mostrároslo en mi espejo? Este mundo: una enormidad de fuerza, sin comienzo, sin fin; una cantidad fija, férrea de fuerza, que no se hace mayor ni menor, que no se consume sino que sólo se transforma, (...) como fuerza, está presente en todas partes, como juego de fuerzas y olas de fuerza, siendo al mismo tiempo uno y «muchos», acumulándose aquí y disminuyéndose allí, un mar de fuerzas borrascosas anegándose en sí mismas, transformándose eternamente (…) bendiciéndose a sí mismo como aquello que ha de regresar eternamente, como un devenir que no conoce ni saciedad ni hastío ni cansancio -: este mi mundo dionisiaco del crearse-a-sí-mismo-eternamente, del destruirse-eternamente-a-sí-mismo, este mundo-misterio de los deleites dobles, este mi más allá del bien y del mal, sin meta, a menos que se encuentre en la dicha del círculo, sin voluntad, a menos que un anillo tenga una buena voluntad para consigo mismo.- ¿Queréis un nombre para este mundo? ¿Una solución para todos los enigmas? ¿Una luz también para vosotros, los más ocultos, los más fuertes, los más impasibles, los más de medianoche? ¡Este mundo es la voluntad de poder -y nada más! ¡Y también vosotros mismos sois esa voluntad de poder -y nada más!”.[4]
Esta idea de voluntad de poder se encuentra contra la idea de “voluntad libre”, aquella que cree que “soy yo quien quiero esto”. Aquello que quiero, aquello que pienso no es sino fruto del predominio de unas fuerzas sobre otras. En Más allá del bien y del mal expresa que todo acto de la voluntad, “toda volición consiste sencillamente en mandar y obedecer, sobre la base, como hemos dicho, de una estructura social de muchas “almas”.[5]
La concepción del sujeto como una “estructura social de muchas almas” responde a la idea de que el sujeto es una pluralidad de fuerzas, en constante tensión, en la que unas mandan y otras obedecen, alternando ese dominio de unas sobre otras. El concepto de individuo no puede nombrar esta pluralidad. Por eso, el superhombre es quien es capaz de pensar y vivir el movimiento incesante y múltiple de la voluntad de poder.
Como lo señala Andrés Sánchez Pascual, traductor al español de la obra de Nietzsche, cada parte del Zaratustra habla de uno de los conceptos fundamentales que aquí nombramos. El superhombre es uno de los anuncios que Zaratustra hace a todos (mientras la voluntad de poder y la muerte de dios son anunciadas a unos pocos discípulos y amigos, y la idea del eterno retorno es sólo para sí).[6] Así, Zaratustra le dice al pueblo reunido en el mercado:
“El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, -una cuerda sobre un abismo.Un peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar, un peligroso mirar atrás, un peligroso estremecerse y pararse.La grandeza del hombre está en ser un puente y no una meta: lo que en el hombre se puede amar es que es un tránsito y un ocaso”.[7]
Decíamos que sólo el superhombre es capaz de entregarse a la multiplicidad y al movimiento incesante de la voluntad de poder. De pensar y de vivir como un creador y un artista de sí mismo. Y es el hombre lo suficientemente fuerte para aceptar la terrible verdad del eterno retorno.
Nietzsche formula esta idea del “eterno retorno”, imaginando lo siguiente:
“Qué sucedería si un día, o una noche, un genio te fuese siguiendo hasta adentrarse subrepticiamente en tu más solitaria soledad y te dijese: «Esta vida, tal y como tú ahora la vives y la has vivido, tendrás que vivirla una vez más e incontables veces más; y no habrá en ella nada nuevo, sino que todo dolor y todo placer, y todo pensamiento y suspiro, y todo lo indeciblemente pequeño y grande de tu vida tiene que volver a ti, y todo en el mismo orden y secuencia, e igualmente esta araña y esta luz de luna entre los árboles, e igualmente este instante y yo mismo. Al eterno reloj de arena de la existencia se le dará la vuelta una vez y otra, ¡y a ti con él polvillo del polvo!». ¿No te arrojarías al suelo, y harías rechinar tus dientes y maldecirías al genio que hablase así? ¿O acaso has experimentado alguna vez un instante enorme en el que respondieses: «¡eres un dios y nunca he oído nada más divino?». Si aquél pensamiento cobrase poder sobre ti, transformaría al que ahora eres y quizá te despedazaría; la pregunta «¿quieres esto una vez más, e incontables veces más?», referida a todo y a todos, ¡gravitaría sobre tu actuar con el peso más abrumador! Pues ¿cómo podrías llegar a ver la vida, y a ti mismo, con tan buenos ojos que no deseases otra cosa que esa confirmación y ese sello últimos y eternos?”[8]
Para Nietzsche, la idea del eterno retorno es la más difícil y la más terrible. La idea de que el tiempo es infinito, precipita a pensar que todo –las constelaciones de fuerzas y formas, todas las configuraciones espacio-temporales, todas las alegrías y todos los sufrimientos- volverán y volverán una cantidad infinita de veces, eternamente. Pero nos equivocamos si pensamos que eterno retorno es el retorno de lo mismo, en cuanto siempre en el retorno se produce una diferencia. Por eso Nietzsche no otorga tanto peso a la doctrina física del eterno retorno, como a su doctrina ética. “¿Quieres esto aun una vez más y un número infinito de veces?”. Se trata de la posibilidad de prescribirnos una regla a nuestra propia voluntad, que se sintetiza en el siguiente precepto: “lo que quieres, quiérelo de tal manera, que quieras con ello también su eterno retorno”.
La máxima del eterno retorno invita a que pensemos cada momento y cada acto a la luz de nuestro más alto querer. ¿Queremos esta vida de tal modo que queremos que retorne eternamente? Si no es así, estamos viviendo de manera mediocre, de manera conformista, estamos haciendo las cosas a medias. Es un querer-a-medias, que sólo nos conduce a pequeños placeres y pequeños dolores, que reduce la superficie de nuestras pasiones y la intensidad de la vida. Una tontería, una bajeza, una cobardía, una maldad ¿querrían su eterno retorno? El eterno retorno hace del querer una creación, en la medida en que la voluntad de poder quiere que lo que quiere retorne eternamente. Y si logramos pensarlo así, y queremos nuestra vida de tal manera que queremos también que ella retorne eternamente, pues ya no somos los mismos que éramos.
Un concepto, que permite comprender la afirmación del instante y de la voluntad que quiere las cosas de tal modo como para que retornen eternamente, es el de amor fati. Podemos servirnos de la interpretación de Gilles Deleuze respecto de algo que aparece como imagen en el pensamiento nietzscheano, en el Zaratustra: el lanzamiento de dados.
El juego de dados tiene dos momentos: el momento en que se lanzan, y el momento en que caen. Como lo señala Deleuze, cada uno de estos momentos afirman el devenir, y el ser del devenir. “Los dados lanzados una vez son la afirmación del azar, la combinación que afirman al caer es la afirmación de la necesidad. La necesidad se afirma en el azar, en el sentido exacto en que el ser se afirma en el devenir y lo uno en lo múltiple”.[9] Nietzsche identifica el azar a la multiplicidad, el caos, el devenir, los fragmentos, y lo afirma. Lo afirma conociendo que es el azar quien produce la necesidad, en el sentido de la fatalidad.
La fatalidad no es sino la combinación del azar: habiendo casi infinitas posibilidades, el número de los dados al caer es fatal y necesario. De allí que Deleuze sostenga que sólo el mal jugador confía en varias tiradas, disponiendo de la probabilidad para conseguir la combinación deseada, pero es entonces un mal jugador: un jugador que no afirma el azar, que busca, podríamos decir, certezas en lugar de incertidumbre, seguridad, en lugar de la novedad. Es síntoma de una moral del resentimiento, de venganza y la mala conciencia de afirmar y creer en las finalidades, en lugar de lo azaroso. A este mal jugador Nietzsche opone “la combinación fatal, fatal y amada, el amor fati; no el retorno de una combinación por el número de tiradas, sino la repetición de la tirada por la naturaleza del número fatalmente obtenido”.[10] Por eso el eterno retorno es el segundo momento del juego de dados, cuando los dados caen y afirman la necesidad: es la repetición de la afirmación del azar.
(Quienes tengan presente La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, recordarán que además de abrir la novela con una reflexión sobre el eterno retorno, aparece también esa afirmación de la necesidad en el azar, con la famosa estrofa de Beethoven: Es muss sein! –Tiene que ser!)
Silvana P. Vignale
Doctora en Filosofía · Investigadora de CONICET, en el INCIHUSA CCT CONICET Mendoza · Prof. Titular en Filosofía y Antropología Filosófica y Sociocultural, Facultad de Psicología, Universidad Nacional del Aconcagua.
[1] Nietzsche, F. Así habló Zaratustra. Buenos Aires, Alianza, 1998, p. 64.
[2] Nietzsche, F. Más allá del bien y del mal. Buenos Aires, Alianza, 1997, p. 41.
[3] Nietzsche, F. Fragmentos póstumos. Bogotá, Norma, 1997, pp. 129-130.
[4] Nietzsche, F. Íbid., pp. 138-139.
[5] Nietzsche, F. Más allá del bien y del mal. Buenos Aires, Alianza, 1997, p. 41.
[6] Cfr. Introducción de Andrés Sánchez Pascual. En: Nietzsche, F. Así habló Zaratustra. Buenos Aires, Alianza, 1998, p. 20.
[7] Nietzsche, F. Así habló Zaratustra. Buenos Aires, Alianza, 1998, p. 38.
[8] Nietzsche, F. La gaya ciencia. Madrid, EDAF, 2001, pp. 287-288
[9] Deleuze, Gilles. Nietzsche y la filosofía. Barcelona, Anagrama, 2008, p. 41.
[10] Deleuze, Gilles. Íbid., p. 43.