jueves, 2 de junio de 2011

Nietzsche desde la linteratura



Friedrich Nietzsche



Los invitamos a leer un texto de Marcelo Percia, presentado en las Jornadas Nietzsche de 1998, y dos fragmentos de dos novelas, del Lobo estepario y de La insoportable levedad del ser. Tanto el texto de Percia, como el de La insoportable levedad del ser se hacen eco del pensamiento de Nietzche. En caso de El lobo estepario, se trata de un fragmento que nos permite pensar en algo semejante a lo que Nietzsche llama como una "estructura social de mcuhas almas".
Buena lectura! Esperamos sus comentarios.
"Un analizante que dice leer en Nietzsche"
Marcelo Percia

(En: Actas de las Jornadas Nietzsche “Nietzsche, entrecruzamientos culturales” Buenos Aires, 1998)


Me interesa en su escritura la desgarradura. La convicción de que cualquier certeza puede volverlo loco. Trabaja en su pensamiento para librarse de un sí mismo que habla el lenguaje de la culpa, el pesimismo, la opresión moral, el repudio del cuerpo. Me hago la pregunta que Nietzsche se formula sobre Shakespeare: ¿cuánto tiene que haber sufrido para poder escribir así?

Me cuenta un analizante que no puede abismarse en lo que se escucha decir. Aunque, a veces, una extraña lucidez lo golpea en la cabeza, en el estómago, en los ojos, y siente crecer orejas en sus palabras.

Tal vez lo profundo no sea algo que se extiende hacia abajo, una hondura del alma, un fondo, una cavidad interior en la que hacen pie nuestras sombras. Quizá lo profundo sea un instante. La ilusión de ese instante. Un estado de intensidad en el que se hace escuchar algo que en seguida se rompe. Nietzsche se jacta de tener antenas para palpar lo invisible y aletas de pez para andar ligero sobre la superficie de las cosas.

Me cuenta un analizante que, de pronto, advierte una inesperada rugosidad en una palabra. Es una sensación en la boca y en el aire. O que siente que la lengua se le parte y que por la hendidura sale un pensamiento, a medio vestir, que le habla dividido. Me dice que siente que Nietzsche trata de hablar, hablar, hablar, hasta vaciarse de pensamientos. Un punto impreciso en el que las imágenes arden y las palabras hacen silencio.

No piensa que el análisis sea cosa exclusiva de consultorios. Me dice que, por momentos, Nietzsche parece un analizante. Me explica que no espera sólo curarse con palabras. No cree que hablar y ser escuchado siempre consuele, calme u ofrezca mejoría. A veces el verbo parece un impulso que patalea en el vacío. Dice que al hablar se libra de sí mismo y se encuentra. Escucha algo que quiere y que no quiere, que sabe y que no sabe, que entiende y que no entiende. Me dice que en ese arco vacilante, sin embargo, se decide y se afirma. No sabe explicar por qué.

Nietzsche hace de su dolor una aventura personal. En el prefacio de La gaya ciencia declara la gratitud de un convaleciente que encuentra, por fin, su curación. Una curación hecha de ideas que no rechazan el dolor. Me cuenta un analizante que se siente peleado con la expresión. No sabe cómo decir lo que le pasa. Incluso, mientras lo está diciendo, estima que no sabe cómo hacerlo o que no termina de lograrlo. Habla como si aguardara una palabra plena. Como si deseara una desnudez completa. A veces, cree satisfacerse con una forma, con una anécdota, con la ilusión de un entendimiento. Otras, quiere romper algo, saltar una ciénaga, arrancarse la piel.

Dice que Nietzsche se salva a sí mismo. Como en la escena del barón de Münchausen, cuando está a punto de hundirse en un pantano, se rescata tirándose de los pelos con su propia mano. Aunque, Nietzsche, no olvida que esa mano que (por pereza) llamamos propia responde, también, a los otros y al azar, a la sociedad y al universo.

Dice leer en Nietzsche la canción más solitaria que se ha escrito. Imagina una habitación bajo la que se extiende una hermosa vista de Roma. Es la primavera de 1883. Frente a la piazza Barberini. Me pide que escuche murmurar ese canto: “Es de noche; a esta hora cantan su canción todas la fuentes. También mi alma es una fuente que canta. Es de noche: es la hora en que se elevan todas las canciones de amor. Y mi alma es también una canción de amor. Hay en mi alma algo insatisfecho, algo que no se satisfará nunca; y esto es lo que canta. Hay en mí un anhelo de amor, que habla el lenguaje del amor.”

Me cuenta un analizante que probó leer ese fragmento antes de dormirse con la esperanza de curarse del vacío y prevenir el insomnio. Le parece que Nietzsche sabe que no conviene sumar rencor a la soledad. Me dice que su alma, sola, se lamenta y maltrata. No soporta entrar en la noche sin el amor de una mujer. Me pregunta si es posible curarse de la falta de ese amor.

Dice leer en Nietzsche que la enfermedad es destierro y es desierto. Un lugar en el que no brota nada. Prematuro secado del alma. Caída en un vacío, en un agotamiento, en una incredulidad. Tiranía del dolor y suplicio del orgullo que rechaza las consecuencias de ese dolor. Dice leer en Nietzsche (bajo la pregunta ¿Dónde están los médicos del alma?) que la peor enfermedad de las personas proviene de los modos de luchar contra la enfermedad. Entiende que las culpas y autorreproches del enfermo añaden otro dolor, quizá más cruel, al dolor. Propone tranquilizar la imaginación del enfermo, para que, al menos, no sufra de pensamientos sobrantes. Le parece recordar que exclama: ¡cuántas crueldades innecesarias, cuántos martirios producen las religiones que inventaron el pecado!

Me cuenta un analizante que no quiere regodearse en la aflicción. Teme relamerse en la desdicha. Siente, en ocasiones, que otra alma se frota las manos en su pesar o que un doble contento habita en su desgracia. Incluso se da cuenta que los mismos pensamientos que se levantan contra la injusticia de su vida lastimada, al cabo, también, se inclinan complacientes.

Con Nietzsche la angustia se pone a filosofar. No repara en separaciones. No hace caso de fronteras o divisiones entre cuerpo y alma, o entre alma, cuerpo y pensamiento. Dice leer en Nietzsche que no somos ranas pensantes. Aparatos objetivos o máquinas registradoras con las entrañas congeladas. Dice que parimos ideas con dolor. Que los pensamientos se hacen de nosotros mismos: con nuestra sangre, nuestro corazón, nuestro fuego, nuestra alegría, nuestra pasión, nuestro tormento, nuestra conciencia, nuestra fatalidad. Que la vida consiste en transformar todo lo que somos y todo lo que nos toca en claridad y en llama. Que un gran dolor, lento y perezoso, en el que nos consumimos como leños verdes, nos obliga a descender hasta nuestras últimas profundidades. A desprendernos de la ilusión de un bienestar puro. Incluso cree recordar que Nietzsche dice: “Dudo mucho de que semejante dolor nos haga mejores, pero sé que nos hace más profundos”.

Dice leer en Nietzsche que el dolor despierta a la bestia glotona. Que la felicidad es una espera que viaja sin olvidar que más allá del horizonte está la muerte.

Me cuenta un analizante que la angustia hace del dolor una residencia indiscriminada e infinita. Confiesa que, a veces, se siente harto. Cansado de oír, una y mil veces, lo mismo. Relata un sueño en el que Nietzsche vocifera que es amarga la obstinación que no logra desprenderse de lo que no quiere escuchar.

Dice encontrar en Nietzsche un mensaje en el uso de la palabra quizá. Me hace escuchar un fragmento tal como lo recuerda en ese momento: “Dispuesta está la barca. Quizá, navegando hacia la otra orilla, se vaya hacia la gran nada. Pero, ¿quién quiere aventurarse en ese quizá? ¡Nadie quiere subirse en la barca de la muerte!” . Me dice que, en la vida, aventurarse al quizá, tal vez, es desafiar el propio miedo, el propio cansancio. Y menciona otro lugar en el que dice leer que conviene dudar de todas las cosas. Que lo bueno y lo malo nos habita entreverado en un mundo en el que vacilan las identidades. Y, que por eso, no se puede hacer otra cosa que transitar por el peligroso quizá.

Me cuenta un analizante que no sabe cuándo comenzó con el adverbio de la duda. Al principio lo hizo por pudor o vergüenza. Una manera de afirmar algo simulando la posibilidad de otras razones. Una fórmula de cortesía para no desestimar de entrada la opinión ajena. Con el tiempo, el quizá, se trasformó en un vicio del habla. Una muletilla. Me aclara (por si pensara en decírselo) que reconoce que, en él, ese automatismo dudoso es un disfraz. Un modo de evitar el peligro. Un gesto para protegerse del desamparo.

Un analizante me cuenta que vive convaleciente. Relata, justamente, un episodio el que Zaratustra salta de su lecho como loco. Grita, se grita. Hace gestos como si en su cama, todavía, su cuerpo se negara a levantarse o no tuviera fuerzas. Se demanda, espera, no sabe cómo escuchar un pensamiento abismal que surge de las profundidades de su ser.

Me dice que sus taras neuróticas (esos nudos en los que trama sus dominios la angustia) son, también, preguntas para su vida. Incluso sabe que sus síntomas engordan con la creencia de que, gracias a ellos, se protege de algo peor. Dice que le cuesta creer que esas extrañezas, que tanto lo hacen sufrir, le pertenezcan.

Recuerda que Zaratustra se dice en “El convaleciente”, como si hablara con otro dormido, que es el momento de despertar. Destaparse los oídos y desatar su posibilidad de entendimiento. Necesita oírse. Siente que un abismo habla en él. Está dispuesto a girar con todas sus sombras hasta dar con ese murmullo oscuro en el que arden las palabras deseosas de ser escuchadas.

Cuenta un analizante que Lautréamont camina sobre las aguas. Me lee un canto que imagina hubiera gustado a Nietzsche: “Viejo océano, los hombres, pese a la excelencia de sus métodos, todavía no han logrado, con ayuda de los procedimientos de investigación de la ciencia, medir la profundidad vertiginosa de tus abismos, algunos de los cuales hasta las sondas más largas y pesadas han reconocido inaccesibles. A los peces... les está permitido; no ha los hombres. Muchas veces me he preguntado si será más fácil de reconocer la profundidad del océano que la profundidad del corazón humano”.

Me dice un analizante que, tal vez, abismarse sea confiarse al hablar de las palabras. Que las palabras hablan diferentes en distintas lenguas y en distintos oídos. Piensa al psicoanálisis como un ensayismo de un hablante que tienta diferencias. Un hablante que vive en la tentación de sentirse otro y, a la vez, intenta hospedarse siendo extranjero . Me aclara lo que sigue: “A veces, cuando me escucho contar mis historias de dolor, la corriente del habla me arrastra hasta arrojarme en otra orilla. En el trayecto, no sé bien por qué, algo se suelta. Entonces siento que una intensidad flotante prueba hablar entre las cosas.”

Dice encontrar en Nietzsche un elogio de las palabras pronunciadas para otro. Cree entender que cuando el hablar hace escuchar su potencia, el desierto del mundo se extiende como un jardín.

Me cuenta un analizante que, a pesar de todo, tiene la ilusión de que se puede curar, salvar de lo ingobernable, de lo incontrolable, de su fogosa fragilidad de domador de fieras. Conjetura que los accidentes sexuales que sufre desde la adolescencia son anuncios prematuros de la presencia de la muerte en su vida. Dice: “muerte de una posibilidad, torcedura de un deseo, incendio en la sala de proyecciones”. Piensa que la muerte habla el lenguaje de las imperfecciones. Sugiero que la angustia es una sombra que busca un cuerpo. Me pregunta de dónde le viene su sombra de angustia. (Me digo, ahora mientras escribo, que no sé de dónde vienen esas sombras). Concluye que su cuerpo nace a la vida besado por una angustia y que, a veces, esa sombra anda con los dientes afilados.

Encuentra este fragmento en Nietzsche “Qué agradable es que existan palabras y sonidos: ¿palabras y sonidos no son acaso arcos iris y puentes ilusorios tendidos entre lo eternamente separado?” . Me dice que gusta imaginar esos puentes tendidos entre distancias que no se acortan, entre orillas que no se tocan, entre vecindades que nunca se alcanzan.

Me cuenta un analizante que cuando se escucha hablar tiene la sensación de un relato agujereado. Siente su historia comida por las polillas. Tirado sobre el diván pone en marcha un reflejo de hilador: une hilachas o las estira, hasta que las palabras tropiezan o se enredan. Piensa que cuando pierde el hilo, tal vez, comienza la sesión.

Me pregunta: “¿Sabe cuál es la diferencia entre verdad y mentira?” Responde: “la mentira es una verdad a la que se le nota el velo”.

Dice leer en Nietzsche una advertencia sobre lo que parece próximo. “A cada alma le pertenece un mundo distinto; para cada alma es toda otra alma un trasmundo. Entre las cosas más semejantes es precisamente donde la ilusión miente del modo más hermoso; pues el abismo más pequeño es más difícil de salvar”.

Me cuenta un analizante que le duelen las mordeduras familiares. Sufre cuando la comunicación estalla en su casa, y todos (incluso él mismo) parecen bestias desconocidas. Se pregunta por qué el entendimiento siempre anda en la cornisa. Recuerda una imagen de Magritte, cree que el cuadro se llama Los amantes. Una pareja trata de besarse con sus cabezas envueltas en dos gruesas telas blancas. Es imposible que esos labios se toquen y, sin embargo, se besan.

Dice encontrar en Nietzsche un modo de hablar que puede curarnos del mundo. “¿No se les han regalado acaso a las cosas nombres y sonidos para que el hombre se reconforte en las cosas? Una hermosa locura, eso es hablar. Por ella bailamos por encima de todas las cosas”.

Me cuenta un analizante que cuando no toma en serio sus palabras, ni persigue la última razón, ni busca trasparencias en su desgracia, o cuando se abandona a lo que está por venir sin la impaciencia por decirlo todo; entonces comienza a hablar un idioma extranjero que escucha sin entender. Un hablar desprendido de la comprensión y de la experiencia. Un hablar incompleto, incluso incoherente y desarticulado. Un hablar errático que traza su recorrido (como un segmento que ni siquiera es un segmento) en el infinito hablante que es su pequeño mundo.

Dice leer en Nietzsche que trata de comunicar estados y tensiones, por medio de signos y de ritmos de esos signos. Dice que encuentra multiplicidad de estados en él, pero aclara que no cree en la comunicación en sí. La expresión no se realiza si otros oídos faltan a la cita.

Me cuenta un analizante que a veces se escucha hablar con una insistencia monótona y boba. Como el tráfico de una avenida que reitera los mismos embotellamientos. Dice que no cree en la palabra sola, ni en la autonomía del hablar. Me explica que su análisis comienza como un relato para otro, aunque después, mucho después, termina por aceptar que ese otro que nunca se alcanza vive en él mismo.

Dice leer en Nietzsche que si fuera supersticioso diría que en estado de inspiración es encarnación, instrumento sonoro o médium de fuerzas poderosas. Apela a la idea de revelación para explicar que, de repente, algo, con indecible seguridad y precisión, se hace ver y oír. Dice que ese arrebato lo conmueve y lo trastorna. Escucha llegar lo que no busca, recibe lo que no sabe quién da. Un pensamiento, que se piensa en él, resplandece ajeno como un rayo que no vacila. A veces, en esa tremenda tensión, se desata un torrente de lágrimas y llora como si muchos, otros, lloraran en él. Tiene la conciencia de infinitos estremecimientos que le llegan hasta los dedos de los pies. Se siente rociado por un abismo de felicidad no exento de dolor y de sombras. Dice que ese estar–fuera–de–sí acontece de manera involuntaria. Como si se desatara una tormenta de sentimientos en la que los cuerpos y las almas se mezclan.

Me dice que cualquier psicoanalista estaría encantado con ese texto. Quizá por el orgullo de encontrar la idea de inconsciente haciéndose anunciar. A su criterio Nietzsche sabe caminar con los pies bien apoyados sobre un piso que no es firme. Incluso su estado de inspiración sabe convivir con la soledad, el vacío, la angustia.

Me cuenta un analizante que la locura impulsiva le viene cuando algo hace tambalear el orden con que cree sostener su vida. Un cambio imprevisto, un agujero en el día, un desarreglo, una distracción que lo golpea, un recuerdo, una añoranza. Como si, en su abarrotada ciudad, ocurriera un apagón y sus habitantes se lanzaran, como criaturas desesperadas, unos sobre otros. O como si otro corazón, junto a su corazón, latiera acelerado y fuera de control. Me dice que su locura impulsiva arrastra excitación, y que la excitación funde su fuerza en el impulso, y que, entonces, el impulso renovado arrastra más excitación, y que así (más o menos, según cree) crece en él un muñeco ingobernado. Me explica que en pleno ataque impulsivo llegan sus ingenieros con volquetes llenos. Se proponen, si los cálculos no fallan, tapar el boquete e incluso sostener un edificio sobre ese vacío. Pero los cálculos fallan y después de la locura consumada, reaparece la sombra de la angustia. Y la conciencia, otra vez, no sabe qué hacer con ese abismo.

Me cuenta un analizante que el psicoanálisis tampoco sabe. Dice que imagina el diálogo psicoanalítico como uno que no entiende y quiere entender; que no sabe y quiere saber, que no puede y quiere poder; y otro que no entiende, que no sabe, no puede y, sin embargo, no desespera.

Me entrega, antes de partir, un glosario (de sólo tres palabras) que dice leer en Nietzsche. Singularidad.: huella evanescente en el alma. Alma.: invención para imaginar la superficie ofrecida a una huella evanescente. Superficie.: licencia literaria para soportar la instantánea marca de lo inefable.

Fragmento de El lobo estepario
Hesse, Hermann.

 
En El lobo estepario, de Hermann Hesse, hay un momento en que el personaje principal, Harry, se encuentra en un teatro, con muchas puertas con letreros que invitan con distintas provocaciones, a entrar. Uno de ellos dice “Instrucciones para construir la personalidad. Éxito garantizado”. Al entrar, un hombre tenía algo como un gran tablero de ajedrez. Harry no está seguro de si este hombre es su amigo Pablo. Ante la pregunta, el hombre contesta: “Yo soy nadie (…). Aquí no tenemos nombre, aquí no somos personas. Yo soy un jugador de ajedrez. ¿Desea tomar clases para construir la personalidad?”

Harry accede, y el hombre le solicita un par de docenas de “sus figuras”. Harry no entiende, y el hombre aclara: “las figuras en las que dejó que se desarmara su así llamada personalidad. Sin figuras no puedo jugar.” En un espejo, Harry ve cómo la unidad de su persona se desarmaba en muchos yo.

Mientras colocaba las figuras, el hombre dijo:

“- Usted ya conoce el concepto erróneo y causante de tanta infelicidad según el cual el hombre es una unidad permanente. También sabe que el hombre está compuesto por una cantidad de almas, por muchos “yo”. Dividir la unidad aparente de la persona en todas estas figuras es considerado una locura, la ciencia inventó para ello el nombre de esquizofrenia. Claro que la ciencia tiene razón con respecto a que no se puede dominar ninguna multiplicidad sin una conducción, sin un cierto orden y agrupamiento. Pero no tiene razón al creer que es posible un orden único, obligatorio y perpetuo de los muchos sub-yo. Este error de la ciencia tiene algunas consecuencias desagradables, su valor radica únicamente en el hecho que simplifica el trabajo y evita el pensamiento y la experimentación de los maestros y educadores contratados por el Estado. Pero por culpa de ese error muchas personas incurablemente locas valen como “normales”, incluso socialmente valiosas. Por el contrario, algunas personas que son genios son consideradas como locas. Por lo tanto nosotros completamos la doctrina defectuosa acerca del alma que provee la ciencia con el concepto que llamamos “arte de la construcción”. Le mostramos a aquél que experimentó cómo se desarmaba su yo que puede volver a reagrupar las partes en cualquier momento y de cualquier manera, y que con eso puede obtener una variedad interminable de juegos vitales. Así como el poeta logra un drama con un puñado de figuras, con las figuras de nuestro yo desarmado construimos grupos siempre nuevos, con juegos y tensiones diferentes, con situaciones eternamente novedosas. ¡Vea!”
Con dedos calmos y sabios tomó las figuras y todos los viejos, jóvenes, niños, mujeres, todas las piezas alegres y tristes, fuertes y delicadas, rápidas y torpes, y las ordenó velozmente sobre la tabla. Hizo que ese mundo agitado, pero a la vez bien ordenado, se moviera un rato, jugara y luchara, cerrara pactos y peleara batallas, se sedujera, se casara, se reprodujera delante sus ojos. Luego, con un gesto alegre, pasó la mano por encima de la tabla, volteó con cuidado todas las figuras, las apiló en un montón y, pensativo, como un artista escrupuloso, armó un juego totalmente nuevo con las mismas figuras.

“- Éste es el arte de la vida –habló con tono pedagógico—. De aquí en más usted mismo puede seguir formando y dando vida al juego como quiera, lo puede complicar y enriquecer, está en sus manos. Así como la locura en un sentido más alto es el comienzo de toda sabiduría, la esquizofrenia es el comienzo de todo arte, toda fantasía.”
Fragmento de La insoportable levedad del ser
Milan Kundera

"La idea del eterno retorno es misteriosa y con ella Nietzsche dejó perplejos a los demás filósofos: ¡pensar que alguna vez haya de repetirse todo tal como lo hemos vivido ya, y que incluso esa repetición haya de repetirse hasta el infinito! ¿Qué quiere decir ese mito demencial?

Digamos, por tanto, que la idea del eterno retorno significa cierta perspectiva desde la cual las cosas aparecen de un modo distinto a como las conocemos: aparecen sin la circunstancia atenuante de su fugacidad. Esta circunstancia atenuante es la que nos impide pronunciar condena alguna. ¿Cómo es posible condenar algo fugaz? El crepúsculo de la desaparición lo baña todo con la magia de la nostalgia; todo, incluida la guillotina.

¿Pero es de verdad terrible el peso y maravillosa la levedad?Si cada uno de los instantes de nuestra vida se va a repetir infinitas veces, estamos clavados a la eternidad como Jesucristo a la cruz. La imagen es terrible. En el mundo del eterno retorno descansa sobre cada gesto el peso de una insoportable responsabilidad. Ese es el motivo por el cual Nietzsche llamó a la idea del eterno retorno la carga más pesada (das schwerste Gewicht).Pero si el eterno retorno es la carga más pesada, entonces nuestras vidas pueden aparecer, sobre ese telón de fondo, en toda su maravillosa levedad.Esta reconciliación con Hitler demuestra la profunda perversión moral que va unida a un mundo basado esencialmente en la inexistencia del retorno, porque en ese mundo todo está perdonado de antemano y, por tanto, todo cínicamente permitido.Si la Revolución francesa tuviera que repetirse eternamente, la historiografía francesa estaría menos orgullosa de Robespierre. Pero dado que habla de algo que ya no volverá a ocurrir, los años sangrientos se convierten en meras palabras, en teorías, en discusiones, se vuelven más ligeros que una pluma, no dan miedo. Hay una diferencia infinita entre el Robespierre que apareció sólo una vez en la historia y un Robespierre que volviera eternamente a cortarle la cabeza a los franceses.
Cambia: se convierte en un bloque que sobresale y perdura, y su estupidez será irreparable.

¿Cambia en algo la guerra entre dos Estados africanos si se repite incontables veces en un eterno retorno?

El mito del eterno retorno viene a decir, per negationem, que una vida que desaparece de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano y, si ha sido horrorosa, bella, elevada, ese horror, esa elevación o esa belleza nada significan. No es necesario que los tengamos en cuenta, igual que una guerra entre dos Estados africanos en el siglo catorce que no cambió en nada la faz de la tierra, aunque en ella murieran, en medio de indecibles padecimientos, trescientos mil negros.

No hace mucho me sorprendí a mí mismo con una sensación increíble: estaba hojeando un libro sobre Hitler y al ver algunas de las fotografías me emocioné: me habían recordado el tiempo de mi infancia; la viví durante la guerra; algunos de mis parientes murieron en los campos de concentración de Hitler; ¿pero qué era su muerte en comparación con el hecho de que las fotografías de Hitler me habían recordado un tiempo pasado de mi vida, un tiempo que no volverá?

Este fue el interrogante que se planteó Parménides en el siglo sexto antes de Cristo. A su juicio todo el mundo estaba dividido en principios contradictorios: luz-oscuridad; sutil-tosco; calor-frío; ser-no ser. Uno de los polos de la contradicción era, según él, positivo (la luz, el calor, lo fino, el ser), el otro negativo. Semejante división entre polos positivos y negativos puede parecernos puerilmente simple. Con una excepción: ¿qué es lo positivo, el peso o la levedad?

Parménides respondió: la levedad es positiva, el peso es negativo.

¿Tenía razón o no? Es una incógnita. Sólo una cosa es segura: la contradicción entre peso y levedad es la más misteriosa y equívoca de todas las contradicciones".

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